• lunes, 01 de diciembre de 2025
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Opinión / A mí no me líe

Eres más feo que el Olentzero

Por Javier Ancín

Todo aquello que sería inaceptable en otra comunidad —el muñeco fumador y bebedor, las exhibiciones con animales, los riesgos físicos para críos— se vuelve, de pronto, folclore intocable si va envuelto en los colores adecuados, en la identidad correcta.

Hay que cumplir con las tradiciones. Y la mía, llegado diciembre, antes del puente foral de la  Constitución… española, es acercarme al zaguán del Ayuntamiento de Pamplona para comprobar si, por fin, han modernizado un poco el asunto. Otra vez: agua. Qué cosa más siniestra sigue siendo el carbonero aberchándal, la virgen. La representación perfecta del sacamantecas, del hombre del saco con el que se ha aterrorizado a la infancia durante generaciones.

¿No lo ven? Claro que lo ven. Pero es que la fealdad es marca de la casa. La fealdad crea incomodidad, y quien no está cómodo se revuelve. Eso es justo lo que busca el aberchandalato: que nunca estés a gusto, que vivas siempre fastidiado para que mantengas viva esa peregrinación eterna hacia la indepenchia. Los aberchándales necesitan lo feo porque la belleza es conservadora. ¿Quién querría destruir una sociedad hermosa? ¿Para qué? ¿Para crear otra aún más bonita? Absurdo. La belleza no se destruye; se defiende. Por eso huyen de ella. La estética nunca es inocente.

El caso es que, como los tiempos cambian y los niños cada vez están más protegidos, cada año que pasa, cuando se topan con el personaje, se acojonan más que la generación anterior. El crío que no llora, escapa. Y el que no escapa, lo intenta, con la cara desencajada. “Sácame la foto ya, que me quiero ir de aquí kagando letxes, aita”. El Olentzero es la prueba definitiva de que el instinto de supervivencia infantil funciona.

Allí sigue, plantado, con sus correajes cruzados en el pecho y sus pantalones azul mahón, prácticamente el mismo tono que la camisa de Falange. Un pequeño homenaje, supongo, a los años cincuenta del siglo pasado, cuando la congregación de los Capuchinos de San Antonio decidió popularizar la figura sacándola por las calles de Pamplona. La mirada permanece igual: turbia, inquietante, ligeramente alcoholizada. Y esa pipa… En pleno siglo XXI, después de todas las campañas del Gobierno contra el tabaquismo, seguimos presentando a los niños un muñeco fumador como si nada. Debe de ser porque la pipa funciona como metáfora de algo aún más terrorífico. Con la turra que nos dan al resto, donde hay identidad no hay Ministerio de Sanidad que valga.

“¡No le quites el tabaco al Olentzero, facha!” Y no se lo han quitado, claro. Porque todas las campañas progresistas se detienen en cuanto chocan con la ideología aberchándal. Si quieres que algo no tenga contestación por parte de la izquierda, ponle una ikurriña. Ley universal. Si deseas sacar animales por la calle sin que nadie diga ni mu, suspendiendo por arte de magia la cosa esa de bienestar animal, hazlos desfilar con el Olentzero. Si te apetece organizar castillos humanos con críos de cinco o seis años trepando a alturas desde las que romperse la crisma —como ya ha pasado— y no quieres que se organicen manifestaciones indignadas, hazlos catalanes y no españoles. ¿Lo captan? ¿Sí? Pues eso.

La capacidad que tiene el progresismo para generar zonas libres de crítica es digna de estudio antropológico. Todo aquello que sería inaceptable en otra comunidad —el muñeco fumador y bebedor, las exhibiciones con animales, los riesgos físicos para críos— se vuelve, de pronto, folclore intocable si va envuelto en los colores adecuados, en la identidad correcta. Qué maravilla. Y eso es todo.

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