• jueves, 28 de marzo de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Larga vida a las plazas de toros y los cines

Por Javier Ancín

Imagen de una sala de cine
Imagen de una sala de cine

Ahora que está de moda medir el arte por su afluencia de público, siete personas conté el domingo a las 17.25 en la sala de cine. Conmigo ocho. El cine está malherido y para los que consideran que la asistencia es importante, su razón última de vivir o morir, o la primera, habría que rematarlo. Fuera, cerrado, clausurado, demolido, un solar para un huerto urbano. A mí me jodería que desaparecieran las plazas de toros y los cines, dos recintos que andan últimamente más preocupados por sus aforos que por ser contenedores artísticos.

Una pena la mercantilización de la cultura, esta vez la izquierda nos enseñó el camino, que si no hay un número determinado de público no hay tauromaquia. O cine, que ni por asomo es lo mismo verlo en una tele, por muy grande y moderna que sea.

Volví regularmente a los patios de butacas hace unos 5 años, harto de no conseguir concentrarme en casa para terminar ninguna película. Si no era el móvil, era la nevera, el armario de las patatas o el cajón de los chocolates; y si no el botón de avance rápido y si no el de voy a poner otra a ver si me gusta más y si no el libro que andaba leyendo y si no la ventana, que, anda, mira, una nube...

En la pandemia político-social y sanitaria que hemos atravesado es una de las cosas que más me fastidió que me quitaran, mi tarde o mis dos tardes semanales de cine en el cine. Una sala de cine es un artefacto cultural insuperable, como un libro, o incluso mejor. Los escenarios predisponen el alma, como una catedral la predispone para elevarse o un estadio de fútbol la predispone para apasionarse.

Estás en una Pamplona fría, lluviosa, gris, aburrida, monótona, desinflada, deprimente... entras, te sientas en un lugar cálido y confortable, tus palomitas, tu refresco y durante dos horas te transportas a historias que te cocinan tanto la mente como el espíritu con un rapidez, poso y bienestar sorprendente. Te dejas atrapar y te deslizas ajeno a los estímulos demasiado trepidantes de la sociedad en la que vivimos.

Dos horas de absoluto sosiego... dos horas de felicidad plena. Es como leer un libro pero sin el mundo, cayendo en un abismo de confort donde la luz solo te llega de la pantalla. Es decir, solo puedes salir hacia adelante, sin mirar atrás, como en los túneles.

Y de principio a fin. Atrapado en el relato sin necesidad de dejarlo para cenar, que ahí es donde el libro cojea. Respiras hondo, te sumerges y emerges con el The End, a boquear de nuevo. Quizás por eso de las proyecciones sales con esa sensación de irrealidad tan agradable, porque el exceso de oxígeno produce angustia, por eso el cine nos enseñó que para tranquilizarse había que respirar en una bolsa de papel, para equilibrar la química del cerebro con CO2. Todo va volviendo a la normalidad de estrés y la ansiedad conforme inspiras de nuevo, alejándote por la acera, mirando el móvil otra vez de forma compulsiva.

José Luis Garci dice que el cine es una vida de repuesto. Y para mis las salas son un hogar de repuesto. Da igual la ciudad en la que estés siempre te encuentras en el sofá de casa. Si no lo han probado hace mucho les animo, amados lectores, a hacerlo otra vez. A veces nos olvidamos de lo a gusto que estamos en sitios que hemos dejado de frecuentar, que seis euros eurillos no son nada. Y eso es todo.


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