• viernes, 06 de diciembre de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Aquel Macbeth en La pensión de las pulgas

Por Javier Ancín

Mientras pensaba qué escribir hoy, he vuelto a recordar todo aquello, escuchando en la radio a Txibite pegar gritos, gritos sin modular, gritos estridentes, en lo que se supone que era una intervención ayer jueves en el parlamento de Navarra. Qué dura es la realidad... y qué bien se vive fuera de ella.

María Chivite en el Pleno del Parlamento de Navarra. IÑIGO ALZUGARAY

Una vez, una persona que creo que ya no existe, me invitó a ver un Macbeth. Bueno, más que verlo, a meternos dentro de él. No era ni un teatro, con esa eterna cuarta pared de aire que es la más sólida de romper de todas, sino un piso.

Madrid, barrio de las letras, toquen el timbre a tal hora en algo que se hacía llamar la Pensión de las pulgas y se les abrirá para que suban. 20 personas. Siéntense en esta sala. Se apagaron las luces y las tres brujas del acto I te rozaban las piernas en su deambular frenético por la habitación, mientras declamaban su hechizo con el que empezaba la obra... o la vida.

Pasen a esta alcoba, avancen hasta este comedor y siéntense en esta mesa, se les servirá un banquete donde también comían los personajes... o quienes fueran esos espectros. Mirabas a un lado y te miraba él a ti, mirabas al otro y era otro el espectador que te estaba observando. Levantabas la vista y enfrente un tercero clavaba sus ojos, como esperando a que dijeras algo, como si supiera que el asesino ibas a ser tú...

Puedo ver a Banquo, el muerto. Puedo incluso hablar con él si quisiera. ¿Seré yo Macbeth?, pensé. Desde el principio caímos en el drama de Shakespeare y terminabas creyendo que lo vivías.

Fue impactante ese viaje. Existir en un Shakespeare, sentir que lo protagonizabas incluso. Aquello tan reducido, tan extraño, tan exclusivo, tan clandestino tuvo varias nominaciones a los premios Max de teatro. Creo que no ganó ninguno. Casi mejor, hay creaciones que no necesitan premios sino que son los premios, en todo caso, quienes necesitarían a esas obras, desacralizándolas, haciéndolas que perdieran su mística, su secreto.

Recuerdo que cuando salimos de allí diluviaba y refugiados en un paraguas como si fuera un bote salvavidas a la deriva, en silencio, la vida nos parecía una escena representada, de mentira, mientras bajábamos por la calle Huertas mirando, buscando algo donde agarrarnos para dejar de flotar en esa nebulosa. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Dónde hemos entrado y a dónde hemos salido? ¿Estamos en el mismo lugar, en el mismo tiempo o todo ha cambiado?

Hasta la segunda cerveza en Los Gatos, una taberna que parece un anticuario regentado por un loco, que hay -o había, hace tiempo que no me acerco por allí- frente a la basílica del Cristo de Medinaceli, no volvimos, más que a la realidad, a aceptar que la realidad era ese teatro, ese absurdo teatro, ese teatro cutre, chabacano, hortera, zafio.

Mientras pensaba qué escribir hoy, he vuelto a recordar todo aquello, escuchando en la radio a Txibite pegar gritos, gritos sin modular, gritos estridentes, en lo que se supone que era una intervención ayer jueves en el parlamento de Navarra. Qué dura es la realidad... y qué bien se vive fuera de ella.

De la comedia La Dama boba de Lope de Vega, en Pamplona, solo tenemos el título. Y eso es todo

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