• jueves, 25 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Osasuna nunca se rinde

Por Javier Ancín

Y entonces se nos presentó de nuevo el prodigio. En ese minuto de la prórroga que hace años tiene ya el nombre de Iniesta, en el único estadio del mundo donde le pitaban, la afición local se quedó muda. El camino más directo para descubrir qué es el karma es ver un partido de fútbol.

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Era imposible que pudiera salir mal, por eso estaba muerto de miedo. Hasta San Fermín bajaba por la escalera del 4 de abril. Ya falta menos.

Cojo la blusa del armario, la mítica de mi niñez, la de la publicidad de Rosado de Navarra, y me abrazo a ella porque estoy asustado. Siempre que tengo pánico me refugio en la infancia para buscar consuelo y me susurra aquel niño, casi como una nana, cada estrofa del himno que aprendí entonces para dominar el balón que palpita con brío arrollador en mitad del pecho. Valiente y luchador, me repito. No dejes de luchar. Aúpa Osasuna, que tú sabes triunfar.

Al lío. Arranco el coche, enfilo el túnel y salgo a la calle. Los focos me dan de lleno en la cara. Yo también estoy convocado. La semifinal se juega en cada uno. El once de Osasuna hoy somos todos.

Se pone el sol por Echauri, fuerte y rojo es color, y sale una luna más grande aún por el Pirineo, una luna roncalesa, solida como un roble montañés, justo enfrente. Un azul tan intenso que trasparenta alfombra el cielo con los dos astros alineados. Ataque celeste, pienso, como el último disco del Columpio Asesino. No puede sonar mejor la cosa y le meto fuego al volumen mientras voy recorriendo pausadamente la ciudad.

Hoy desde arriba se ve todo, ni una nube, los ausentes están de enhorabuena. Hoy sí que vibra en ti Navarra entera, y eterna, donde quiera que estés.

Radiante y fresca la tarde, como nos gusta en Pamplona. Montamos las mesas, abrimos el vino... de la Ribera, calentamos las magras con tomate. Se llenan las gradas, sillas, el sofá, incluso el suelo, de hinchas que gritan sin cesar. Suena la alineación en el salón de la casa de un colega donde estamos ya todos concentrados. Ruge la parroquia, el público entusiasta, una bandera de Osasuna en el balcón ondea.

Comienza el partido, nuestra labor ya está hecha, los jugadores nos cogen el relevo y se acelera el rectángulo de juego que es la tele.

Era de esperar. Iñaki Williams, al que siempre le estoy afeando que no mete un gol al arco iris, tenía que rompernos la noche y la estampa preciosa de astros que había compuesto durante toda la tarde mirando al cielo, con una mística que no creía ya tener en mí. Maldito destino.

Se nos hizo de noche, oscura, noche cerrada, ni una estrella titila, en un instante demasiado pronto. Siempre todas las desgracias ocurren demasiado pronto. Mi fatalismo me metió en la cueva de la que ya no saldría, ensimismado, hasta el final de un partido que fue tan bello como feo.

Y entonces se nos presentó de nuevo el prodigio. En ese minuto de la prórroga que hace años tiene ya el nombre de Iniesta, en el único estadio del mundo donde le pitaban, la afición local se quedó muda. El camino más directo para descubrir qué es el karma es ver un partido de fútbol.

Aimar Oroz, cantera, se retira sustituido por Pablo Ibáñez, cantera, para dejar otro año más a Iñigo Martínez sin títulos, cartera, que lo compraron por una cifra demencial y así poder huir de la Real Sociedad, como él dijo, para ganarlos. Más karma. Sobredosis.

La cantera no solo gana a la cartera, Tajonar devora a Lezama con un toque tan elegante, de esos que de tan sutil piensas que se ha congelado la imagen, la pantalla, el mundo, el sonido, la vida. No llega, joder, no va a llegar, y quieres empujar tú el balón, ayudando con todo el cuerpo, ya de rodillas en la alfombra frente a la tele, caído de bruces, sin dejar de mirar esa esfera hinchada ya de alientos contenidos que no termina de llegar nunca, ralentizado el tiempo, hasta que se cuela junto al palo izquierdo del portero, toma, y ya todo es un chupinazo que hace explotar la fiesta, a las doce... esta vez de la noche, a una velocidad superior a la de la luz.

Qué felicidad, qué zambombazo de orgullo y cuántos recuerdos hacia todos los que un día te enseñaron este club de los milagros y ya no están. Gritar gol hasta quedarme afónico para que lo oigan ellos también. Gritar gol hasta que se mezcle con la alegría, la congoja en la garganta, la piel erizada y ya solo quede de nuevo la calma, la sonrisa. Gritar gol hasta llegar exhausto a la cama: lo hemos vuelto a hacer, abuelito, estamos en otra final 18 años después, le rezo. Y dormir para soñar que bajo de nuevo de su mano, con diez años, doblando la esquina de la fábrica del Pamplonica que tampoco ya existe, al Sadar.

Nos vamos a Sevilla, que tenemos que seguir hablando de muchas cosas, compañeros del alma, compañeros. Nos vamos a ganar una copa, y alguna que otra cervecita, en la alameda de Hércules. Nunca hay que salir de la infancia porque ahí, una vez más se ha demostrado, se cumplen todos nuestros deseos. ¡O-sa-su-na nun-ca se rin-de! Y eso es todo. 


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Osasuna nunca se rinde