- sábado, 07 de diciembre de 2024
- Actualizado 13:03
Otros irán viendo nacer tradiciones, incluso algunas que se me escapan porque no les he dado importancia son ya para ellos imprescindibles. Sus Sanfermines serán los mismos pero distintos porque aunque sean eternos, nada en esta fiesta dura para toda la vida. Todo cambia, todo va mutando, lentamente, sin darte cuenta, hasta que un día, como me ha pasado hoy, miras el encierro y caes en que toda aquella generación de los llamados divinos, anónimos corredores que estaban en las fotos de mi infancia, caras que eran paisaje mitológico, han pasado ya.
Los dioses cuando se te hacen humanos porque comparten tu edad, tus trabajos, tus lugares de adulto con sus miserias, al no verlos desde abajo, los ojos de un crío fascinado, pierden la mística, que es la clave de todo este invento. Cuando se pierde el misterio se pierde todo, en los Sanfermines y en la existencia.
Ahora hay otros, tan buenos como los anteriores (el chaval que hace unos días se recorrió la mitad de la Estafeta en la cara de un toro es de las carreras más salvajes que he visto nunca), pero a mí, que soy un ser hecho de ausencias, me produce mucha melancolía haberlos perdido para siempre. Salvo Madina, que fue el primero que rompió la tradición de la sombra, todos se fueron como llegaron, en silencio.
Yo estoy en el otro lado ya, en el ir viendo como desaparecen de escena personajes y escenarios que eran la propia fiesta. Estaban ahí, los buscábamos siendo niños, como a Donan-Pher, el emperador del bolígrafo, que llegaba cada julio con su salacot y sus pantalones cortos de explorador para hacer fascinante una actividad tan anodina como vender rotuladores. O al Guti, con aquellos Pobres de mí de la plaza del Consejo a los que me llevaban mis tíos con mis primos para creernos mayores porque para mí, todo aquel lugar más allá de los fuegos era trasnochar.
En la primera oreja de este año se me hizo raro no encontrarme con el alcalde de sol en la arena, saludando con la chistera, antes de colocarle al torero el tradicional pañuelo rojo. Nunca había estado en una corrida sanferminera sin ese personaje surgido de la chanza, la juerga, la alegría, la risa, como casi toda tradición milenaria popular que se precie. La persona afortunadamente sigue en el tendido de sol, con sus 84 años de vitalidad a cuestas, el personaje se jubiló el año pasado.
Todo pasa, como las barracas de Yanguas y Miranda, que se fueron para siempre, como también desaparecieron los toritos con los que nos hacían fotos por la calle hace 40 años, jugando a ser torero mientras la gente entraba al coso, soñando con que un día seriamos nosotros los que subiríamos por las escaleras de andanada con el pozal de sangría.
Las fiestas de San Fermín en cada momento son perfectas, pero yo echo de menos las mías, no porque sean mejores, sino porque añoramos la infancia, que es la primera patria que habitamos los humanos de forma consciente. Afortunadamente aún quedan salvavidas a los que agarrarse, como la tómbola o la churrería de la Mañueta, espacios que tantos adultos de Pamplona aún vistamos con la ilusión de, quizás, encontrarnos de nuevo con nuestros abuelos, tan presentes siempre como lejanos ya. Y eso es todo.