- miércoles, 04 de diciembre de 2024
- Actualizado 09:23
Hace diez años teníamos una mañana radiante en Pamplona. Me lo recuerda Facebook -que ya es para lo único que utilizo Facebook, para recordar cosas- con un vídeo que subí de la plaza del Castillo. Una panorámica desde la sombra, desde el lado que linda con la calle Comedias, temblorosa, como si nunca hubiera grabado un vídeo antes, como si no hubiera crecido con una videocámara Handycam Sony, jugando a ser cineasta, capturando horas y horas de celebraciones familiares que luego nunca volvíamos a ver.
Recuerdo la escena y por qué decidí registrarla. Un músico callejero tocaba el Himno a la alegría de Beethoven y la melodía que salía de su violín se asentaba como un manto plácido sobre las gentes y la ciudad. Todo parece estar bien en ese vídeo y todo parece seguir allí, aunque ya nada sea igual. La librería Gómez, por ejemplo, a la que había entrado para mirar las novedades unos minutos antes, ya no existe.
Una década es una barbaridad de tiempo cuando tienes 15 y pasas a tener 25 pero es un chasquido cuando tienes 35 y pasas a 45. El tiempo es un tremendo misterio -su elasticidad-, se dilata y se contrae como una goma de sujetar paquetes postales, aunque todos sabemos que es una constante. Si te paras a mirar ese minuto del microondas mientras se calienta la leche del Colacao es un suspiro, si no le haces caso, puede caber un mundo en ese minuto, y sobrarte segundos.
Hace una década aún no había entrado gente en nuestras vidas que ya ha salido de ella, me decía extrañado ayer un amigo, tomando una cerveza frente a esa plaza que hoy miro difuminada -hay que ver la calidad tan baja que tenían los vídeos de los móviles solo diez años antes- mientras suena la novena sinfonía.
Hace una década -continuó resignado, sin comprender la línea temporal por la que hacemos equilibrios los humanos- no me había casado, no había tenido dos hijos ni me había divorciado... y tú y yo ya estábamos en esta misma terraza, mirando las palomas, preguntándonos por qué había pasado todo tan deprisa desde que salimos de la universidad.
Yo ya solo sé sonreír encogiéndome de hombros, porque una de las verdades que descubres cuando ya eres un cuarentón es que no hay respuestas, ni certezas. En la vida solo existe una sensación de asombro incomprensible, como cuando un bicho se queda hipnótico en mitad de la carretera mirando los faros del coche que le va a atropellar.
No sé si sabes quién era San Virila, le dije. Dice la leyenda que fue abad del monasterio de Leyre y que una tarde, contrariado por el concepto de eternidad que no era capaz de asimilar, salió a dar una vuelta por los alrededores. Tumbado junto a una fuente, absorto escuchando un pajarillo, se quedó dormido lo que el pensaba que habían sido unos pocos minutos. Al despertar y volver al convento, todo parecía igual, pero al llamar a la puerta, ya anocheciendo, no reconoció a quien le abría ni el que le abría supo reconocerle a él. ¿Quién eres? Soy el abad Virila. ¿Cómo que el abad? Nuestro abad no se llama así. Y fueron hasta la biblioteca para revisar unos documentos donde aparecía una relación de los abades que había tenido el monasterio.
Dieron con uno que se llamaba Virila. Salió a dar una vuelta y nunca más supieron de él, leyó el monje, hace de aquello... 300 años. Y como un pantocrátor románico en mi trono celestial, alcé la mano, estirando dos dedos y sentencié: camarero, un par de cervezas más, antes de que se haga demasiado tarde y nada tenga remedio.
Y el camarero, posando las dos cañas en la mesa nos regaló una lección. Siempre se puede volver a empezar, como el personaje de Ferrandis en la peli que le dio el Oscar a Garci... aunque no tengamos ya ni remedio ni tiempo. Y eso es todo.