Los sondeos se hacen, se inventan más bien, para aterrar al electorado o para inducir su voto, pero hay algo inocuo en ellos que los distingue favorablemente de las elecciones verdaderas: ni son vinculantes ni trasladan sus resultados a la realidad, es decir, a la composición de un congreso y de un gobierno. Visto así, las encuestas y los sondeos no pueden sino caer simpáticos, pues creérselos no conlleva perjuicio alguno.
Como quiera que a falta de acción política digna de ese nombre menudean éstos días los sondeos, hemos podido descubrir en ellos algo más que la prospección o la conjetura del voto futuro, y ese algo más son las consecuencias del voto pasado. Pues ahí, en el pasado, se hallan las claves del porvenir, los sondeos nos revelan, bien que a su manera, la consideración que merece al electorado el comportamiento de los diferentes partidos tras haberlos votado y haber quedado prácticamente empatados todos, de suerte que puede extraerse de ella una idea aproximada de qué se castigará y premiará en la próxima e inminente cita con las urnas, que, por lo demás, hará las veces de segunda vuelta de la del 20-D.
Basta no vivir en una burbuja y charlar un poco con la gente para, sin necesidad de encuestar a nadie, saber que el premio recaerá sobre los que han hecho o intentado algo, PSOE y Ciudadanos, en tanto que el castigo se lo llevarán los que no sólo no han hecho, sino que no han dejado hacer, Podemos y Partido Popular. Ni el premio ni el castigo habrán de ser de mucha envergadura, pero acaso sí lo suficiente para desatascar lo que parece ser la aspiración mayoritaria, el relevo (tanta gloria lleve como paz, pobreza y caos nos deja) de Rajoy y del PP.
La pena es que nos podemos ir despidiendo del dineral que va a costarnos esa segunda vuelta electoral.