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Euskera batúa en Navarra

Por Cartas al director

Carta enviada por Ignacio Janin. 

Una gran ikurriña ha colonizado la Plaza del Ayuntamiento durante el Chupinazo. AFP / REUTERS

Pachi Mendiburu tuvo, hace unas semanas, la gentileza de reproducir en su blog Desolvidar mi artículo Pañuelos de cuadros, publicado poco antes en la prensa, aunque advertía que “no compartía en absoluto mi visión tan negativa del batúa (“esa falsa pieza de anticuario que ni es auténtica, ni sirve para nada, salvo para medrar en la Administración”)” y añadía que “al batúa se le pueden hacer muchas críticas de detalle, pero sin él, sin ese “invento” de 1968, el euskera se habría ya extinguido”.

Podría ser, efectivamente. ¿Y qué? Cada día se extinguen 150 especies animales y nadie llora por ellos. Ya sé, ya, todo lo que de cultura y de historia y lo que de reflejo del alma de un pueblo significa un idioma. Pero todo pasa. Además, estoy seguro de que a estas horas el excepcional monumento científico que es el vascuence ya estará registrado y reproducido, con todos los medios de la tecnología actual, para poder ser analizado, consultado y admirado por los siglos de los siglos.

De las 7.000 lenguas que hace poco se consideraban aún vivas en el mundo, es probable que, al ritmo acelerado con que hoy se desarrolla todo –y especialmente las comunicaciones–, en cien años hayan desaparecido más de la mitad. El vasco, el vasco auténtico, el dulce y milenario vascuence, no es que esté en peligro de extinción, es que –creo yo– está en fase terminal. Y eso, con batúa o sin batúa. Ya es maravilla que, habiendo sido un idioma tan rudimentario, de transmisión oral (abocado, por tanto, a ir desgajándose en sucesivos dialectos) y de ámbito casi exclusivamente rural, haya llegado vivo hasta hoy. Pero, aun cuando a los viejos euskaldunzarras que aún quedan se les siga prestando –como cumple hacerlo– todo el apoyo moral y material para que sigan hablándolo, un día no demasiado lejano acabará extinguiéndose. Y se extinguirá, no solo porque muchos de ellos seguirán, por razones de eficacia, abandonando su lengua, sino también porque, en dos generaciones más, aun los más fieles a las esencias hablarán solo en batúa.

El batúa, creado a instancias de los altos estamentos políticos y académicos del momento, podría parecer que se hubiera ideado –entre otras razones– para unificar esos dialectos y desempeñar funciones de lengua franca entre euskaldunes de distintas zonas lingüísticas. Las lenguas francas (el latín durante siglos) permitieron, a lo largo de la historia, que gente de distinta procedencia pudiera entenderse en un idioma común. Y ese fue el objetivo también de un lenguaje artificial como el esperanto. Pero en 1968 los vascoparlantes no necesitaban lenguas auxiliares postizas para poder comunicarse, porque, si los de Ochandiano y los de Zugarramurdi no se comprendían en sus respectivas hablas locales, ya tenían como lengua franca el castellano, que entonces lo hablaba ya todo el mundo.

Y es que quizás el objetivo principal de los padres del invento no fuera tanto el de facilitar el diálogo entre ciudadanos, como el de anticiparse a la previsible extinción del vascuence, manteniendo la ficción de que el enfermo gozaba de buena salud. El batúa nació, no para ayudar a conversar, sino para salvar el propio idioma. Se creó porque el nazionalismo –tras la pérdida sucesiva de la raza, el factor Rh, los ocho apellidos y el lugar de nacimiento como pruebas evidentes de la singularidad de cuanto representaba– necesitaba de forma desesperada poder seguir mostrando al mundo el único elemento de identidad nacional que le quedaba, que era la lengua.

En definitiva, creo que el batúa ni aporta nada a la conservación del vascuence originario (al que, por el contrario, parece que está causando verdaderos estragos en su léxico, su sintaxis y no digamos su fonética), ni soluciona nada al ciudadano. Es un producto fundamentalmente ornamental –a mayor gloria del propio ombligo– y, como todo lo ornamental, carísimo (para el contribuyente) y prácticamente inútil. Lo peor, sin embargo, no es su falta de utilidad, sino lo que acarrea de negativo para Navarra y los navarros.

Aparte de lo agobiante, embarullado y molesto que resulta el omnipresente y ridículo bilingüismo en todo lo que sale de la Administración, el batúa constituye hoy el arma principal del nazionalismo para tratar de colonizar y desnavarrizar Navarra. Su mera existencia propició en su día (con la aquiescencia de los partidos no nacionalistas) la implantación de los distintos modelos lingüísticos en la enseñanza pública y el establecimiento de una red de ikastolas, en las que se puede uno imaginar cómo se enseñan la geografía, la historia y la realidad de Navarra (ver Euskara, convivencia y libros de texto – Iñaki Iriarte: DN-20.9.2020) y cómo, en consecuencia, se forman los futuros nazionalistas y los aberzales que más tarde se dedicarán a destruir nuestros símbolos y a impedir que en nuestra tierra pueda prosperar nada que suene a progreso y desarrollo.

Tras estas líneas, no espero piropos de los de enfrente, claro. Pero tampoco de los de mi lado, entre los que suele darse un cauteloso respeto por el batúa que yo tampoco comparto. En 22 y 23 de abril de 2017, el propio Desolvidar dedicó sendas espléndidas páginas a lo que Joaquín Pascal, concejal socialista de Pamplona, decía en 2000 sobre la Ley del Vascuence de 1986. Afirmaba este entonces que se trataba de una ley injusta, que UPN y PSN habían sido unos ingenuos al asumirla (especialmente en cuanto se obligaban a “fomentar” su uso) y que se hacía necesario terminar con tanta sinrazón. Pues eso. Y como desde entonces la sinrazón, lejos de terminarse, no ha hecho más que crecer, pienso que quienes todavía crean que es posible una Navarra de nuevo próspera y pujante, deberían comprometerse a procurar revertir la situación. Y a hacerlo cuanto antes. Empezando por poner coto al actual desbordamiento, fuera de todo límite razonable, de la expansión teledirigida del batúa.

Carta enviada por Ignacio Janin. 

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