Carta enviada por Eradio Ezpeleta, exsecretario de Organización de UPN, exprior de la Hermandad de la Pasión y criminólogo.
En vísperas de la Navidad, cuando la agenda se acelera y el espacio público se llena de luces y mensajes, conviene detenerse un momento para reflexionar sobre el sentido de estas fechas. Más allá de tradiciones, celebraciones familiares o actividad comercial, la Navidad encierra un significado que no debería quedar diluido entre el ruido y la prisa. Su sentido es otro y conviene recordarlo.
El 25 de diciembre no es una fecha cualquiera. Es la celebración del nacimiento del Niño Dios, un acontecimiento que ha marcado la historia y ha influido de manera decisiva en la cultura, los valores y la forma de entender la dignidad humana. En el pesebre de Belén se proclama un mensaje claro: la grandeza no está en el poder, sino en la sencillez; la esperanza no nace del ruido, sino del silencio; y el compromiso con el otro empieza por lo cercano.
La Navidad tiene un alma, un rostro concreto: el del Niño Dios, el de María y José, y el de los Reyes Magos que buscan, reconocen y ofrecen. Cuando ese rostro se oculta o se elimina deliberadamente, cuando ocultamos el pesebre, cuando borramos su origen, la Navidad pierde su significado y se convierte en una celebración vacía, reducida a un conjunto de hábitos sociales sin contenido. Quitarle el rostro —y, sobre todo, el alma— a la Navidad es privarla de su significado original.
No se trata de rechazar tradiciones ni de cuestionar el legítimo deseo de celebrar. Tampoco de imponer creencias. Se trata de no confundir lo accesorio con lo esencial. El problema no son las luces ni los regalos, sino olvidar por qué existen. Cuando la forma sustituye al fondo, la celebración pierde su capacidad de interpelar y de aportar algo valioso a la convivencia.
Con el paso del tiempo, el mensaje central ha ido quedando en un segundo plano. Se habla más de sorteos, menús y compras que de fe, familia o reconciliación. La celebración se ha desplazado del interior al escaparate. Pero la Navidad no se compra ni se improvisa: se vive. Y se mide menos por lo que se gasta que por lo que se comparte.
En su esencia, la Navidad remite a valores profundamente humanos: generosidad, humildad, perdón, compasión. Valores que no pertenecen únicamente al ámbito religioso, sino que forman parte del sustrato ético que ha sostenido durante siglos a nuestra sociedad. En un contexto marcado por la prisa, la polarización y el individualismo, conviene reivindicarlos.
La familia vuelve a ocupar un lugar central. Es espacio de encuentro, de memoria y de descanso. Porque también eso es parte del sabor de la Navidad: la nostalgia dulce de los ausentes, el recuerdo de los que nos enseñaron a amar y a creer.
La familia se convierte, una vez más, en el corazón de estas fiestas. Es el lugar donde el tiempo se detiene y el alma descansa. El hogar huele a guiso, a risas, a cariño. A la vez, es momento de abrir la puerta a quienes están solos, de ofrecer compañía, de hacer de la bondad un gesto cotidiano.
Conviene recordar, además, que la Navidad no termina el 25 de diciembre. Su sentido se prolonga en la vida cotidiana: en la responsabilidad personal, en el respeto mutuo, en la atención a los más vulnerables y en el compromiso con el bien común. Que lo que se celebra estos días tenga continuidad el resto del año.
Porque el verdadero significado de la Navidad no está en lo externo, sino en la coherencia entre lo que se celebra y lo que se vive. En los gestos sencillos, en las decisiones justas y en valores que no deberían ser estacionales.
Felicitemos la Navidad, con sabor a fe, a hogar y a esperanza, y con el rostro auténtico del Niño Dios que da sentido a todo.
Carta enviada por Eradio Ezpeleta, exsecretario de Organización de UPN, exprior de la Hermandad de la Pasión y criminólogo.