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Blog / Capital de tercer orden

La castidad como receta contra la violencia machista

Por Eduardo Laporte

Se habla de «educación», a secas, en la lucha contra la violencia de género, pero Tolstói propone en ‘La sonata a Kreutzer’ una educación moral para evitar esos crímenes

GRAF9300. PAMPLONA, 15/01/2019.- Colectivos feministas durante la concentración convocada hoy en la Plaza Consistorial de la capital navarra, bajo el lema "Ni un paso atrás en igualdad”, contra las propuestas en políticas de igualdad y de violencia machista tras la exigencia inicial de Vox de derogar la ley contra la violencia de género en sus negociaciones con el PP por el gobierno andaluz. EFE/ Villar López
Colectivos feministas durante la concentración convocada en Pamplona. EFE/ Villar López

Más o menos atado a las novedades editoriales, por aquello de reseñar esto y aquello o por compromisos con el enésimo amigo escritor, de vez en cuando trato de colar un clásico. Es refrescante para el espíritu: os lo recomiendo. Esta vez fue ‘La sonata a Kreutzer’, de Lev Tolstói, cuya sinopsis ya de por sí es cañera: Posdnichev, el protagonista, mata a su mujer con total frialdad movido por los celos.

Y la mata por ser mujer, por una pasión misógina concentrada en una sola representante del sexo femenino, trasunto por cierto de Sonia Andreievna, su esposa en la vida real y a la que es fácil colegir que quiso matar en más de una ocasión. El nivel del desquiciamiento que le provocaba, bien por su carácter bien por la irritabilidad de Tolstói, se comprueba leyendo sus diarios (esa joya editada por Acantilado) y cotejando un poco vida y obra. Baste un dato biográfico: Sonia y un músico llamado Tanieiev vivieron un intenso amor que duró hasta dos años antes de la muerte del autor de ‘Guerra y paz’. La novela aquí mentada narra la relación extramatrimonial entre la mujer del protagonista y otro músico.

Ese querer matar por ser mujer, y dando a entender que esa condición de mujer es la que debe ser exterminada, dando potestad al hombre de que se cumpla su voluntad, su poder, su superioridad, es lo que otorgaría la etiqueta de machista al crimen.

No entiendo todavía cómo esta novela no es debatida en diversos foros sobre feminismo y violencia de género. Quizá por los comentarios escandalosos para la moral actual que pone Tolstoi en boca de su alter ego. Como cuando compara a «las mujeres de las casas de lenocinio» con las de «nuestra sociedad (burguesa)» y concluye que son iguales: «…el mismo vestir las mismas modas, los mismos perfumes (…), la misma pasión por las piedras preciosas, por los objetos brillantes y muy caros, las mismas diversiones, bailes y músicas». Y concluye el capítulo de este modo: «En severa lógica, lo que hay que decir es que las prostitutas a corto plazo son generalmente menospreciadas, y las prostitutas a largo plazo, estimadas».

IDEAL CRISTIANO

Otro motivo que sacaría a este libro del debate actual podría ser la interpretación que Tolstói hace del origen de los males que conducen a la violencia del hombre hacia la mujer. Considerado por estudiosos como «antiprogresista y anticientifista», emparentado con Nietzsche y el intuicionismo de Bergson, Tolstói reitera en sus páginas finales la importancia de seguir el ideal cristiano para evitar la perversión moral que llevó a su protagonista a hacer lo que hizo. La doctrina cristiana es para él una brújula y ese horizonte, inalcanzable pero no por ello inválido, es la castidad. Una brújula que te guía en un camino, añade, que debe superar el de las meras normas y preceptos: la brújula está en nuestro interior y uno suele saber, a nada que tenga un mínimo de dignidad, si ha obrado bien o mal.  

El escritor Lev Nikoláievich Tolstói. ARCHIVO

Tolstói fue hijo de su tiempo, alguien tan intuitivo como intelectual, que persiguió una solución total a los problemas del alma y al eterno combate entre lo sensual y el autocontrol. Llegó a apostar por este último y leído hoy puede sonar radical, casi iluminado. Sin embargo, entendiéndolo con amplitud de miras y yendo a la esencia del mensaje, también podemos intuir la dirección que mueve esa actitud, ese camino de virtud. Apostar por la castidad del tal modo que no se convierta al sexo contrario en un mero instrumento de placer, con la consiguiente alienación. Apostar por la castidad aunque uno tropiece con su revés, sin dejar por ello de seguir ese ideal. Una castidad al margen del número de encuentros sexuales. Una castidad que esté por encima del sexo, de la represión. Una castidad no impuesta sino celebrada. Una castidad que no aprieta, al revés. Una castidad en la mirada. Una castidad que no tiene que implicar forzosamente abstinencia.

La sonata a Kreutzer’ abre con una cita del Evangelio: ‘Mas yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón’ (San Mateo, V, 28).

La castidad podría pasar, pues, por evitar ese piropo, esa mirada sucia, ese comentario baboso en redes sociales. Implicaría, en un sentido amplio, ahuyentar la cosificación y, ya puestos, plantearnos si la tendencia hacia la sexualización estética actual no alimenta monstruos como el de ‘La sonata a Kreutzer’. Da miedo pensar que esa reflexión, llevada al extremo, te aproxima al Islam de los burkas y los velos, pero ya sabemos qué hay que hacer con los extremos.

Otro ideal: vivir en un mundo totalmente connotado sexualmente, pero no alterarse por ello. Como si la castidad hubiera hecho su trabajo, anulando ese deseo otrora lesivo.

LA PEOR VERSIÓN DE SÍ MISMO

El protagonista de ‘La sonata a Kreutzer’ es un poco todos los hombres o, cuando menos, la peor versión de Tolstói, que explosionó en la ficción para no hacerlo quizá en la realidad. «…nosotros no hacemos más que mentir al hablar de la elevación de nuestros sentimientos, pero que no buscamos más que la posesión de su cuerpo, y que por esa causa le perdonamos todas sus ignominias pero no un traje de mal gusto y de mal corte».

Hay una confesión terrible del asesino, en el momento de asestar la letal cuchillada, en presencia del supuesto amante y con los hijos de fondo: «Decir que en los arrebatos de furor no sabe uno lo que hace es una sandez, es falso». El personaje ideado por Tolstói, creíble como si fuera de carne y hueso, sabía lo que hacía y quería hacerlo. Aunque al instante se arrepintió y sacó el puñal como si fuera posible deshacer la acción. Pensó mucho en ese momento, dice el personaje, durante su «revolución moral» en la cárcel.

Quizá Tolstói no haya envejecido bien, aunque el tema no pueda ser, por desgracia, más actual. A menudo nos planteamos, con dolor, el porqué de otra muerte inocente más. Tolstói parece indicarnos —con sutileza en la novela y con letras grandes en sus explicaciones posteriores— que hay dos caminos que tomar. El del vicio o el de la virtud. Y que llegar demasiado lejos por el primero puede conducir a la aberración moral de matar a una mujer, con los capítulos previos del maltrato en sus diversas formas.

Cuando se habla de educación para evitar crímenes abyectos como el cometido contra Laura Luelmo o Marta de Castillo, así como los modus operandi de las distintas ‘manadas’, quizá no estaría de más pensar también en la educación moral, esa que no está tanto en los libros de texto como dentro de nosotros, en nuestra conciencia, en esa cosa tan pasada de moda llamada alma y que Tolstói encontró en el ejemplo de Cristo.

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