• martes, 16 de abril de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Cuadrilla de salvación

Por Eduardo Laporte

En la era de la individualidad, los grandes grupos, tanto de amigos como sociales, sobreviven como parapetos a la soledad contemporánea

cuadrilla de salvacion
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Acudo de nuevo a don Pío, a quien a buen seguro no le haría ni pizca de gracia lo de «don», para romper el hielo. Porque el mismo Baroja, leo aquí, se llamó a sí mismo «pajarraco del individualismo», y hacía gala de su condición de solitario radical.

A mí, que desde niño había mirado por encima del hombro a los grupazos y las cuadrillotas, eso me encantaba, claro. Porque desde pequeño gustaba de ejercer de solitario, porque así me lo pedía el cuerpo, y a punto estuve de apuntarme a atletismo por ser el único deporte que no requería de equipo.

Claro que era un solitario siempre acompañado, que es la mejor condición del solitario, un solitario de cartón piedra, como el propio Baroja, que siempre tuvo a su madre y hermana cerca, literalmente incluso. Creo recordar que en Itzea, la habitación de Carmen Nessi se encuentra junto a la biblioteca y escritorio del autor de El árbol de la ciencia.

Pero cuidado con el sueño de la razón. En el epílogo o quizá prólogo de Madrid, 1921, un dietario, de Josep Pla, el autor catalán manifiesta su rechazo por las grandes ciudades. Dice que ahí solo pueden sobrevivir, en ese hábitat de abstracción, individualistas y solitarios. Y lo comenta advirtiendo de sus peligros, como si fuera un monstruo de varias cabezas capaz de atrapar y alienar a quien se dejara hechizar. Él viajó por todo el mundo pero siempre tuvo claro su centro de gravedad permanente, sus casinos, su Ampurdán y sus campos reditivos, que eran los que más le gustaban, como buen fenicio que es todo catalán, si se me permite el giro cipotudo maximalista.

ABRIGO SOCIAL

Ir a tu aire te da libertad de movimientos, pero también te condena a otras servidumbres. Sentirte un poco fuera de juego, más que nada. Haberte pasado de listo. El sueño de la razón produce monstruos y quizá en ese análisis un poco elitista barra nietszchiano de creerse poco menos que un superhombre independiente renegamos de los demás, creyéndolo rebaño, borreguismo, pérdida de tiempo. Pero los demás no son tontos. Los demás ejecutan, sin preguntarse demasiado, escuchando ciertos mensajes que no resisten a la razón, porque simplemente la razón sobra en esos compases. Nadie analiza un abrazo.

En su día tuve una cuadrilla. Una cuadrilla pamplonica formal que cumplía con todos los cánones de la cuadrilla ad hoc. Incluso tuvimos una página web, en la era anterior a las redes sociales y los blogs. La cuadrilla, se llamaba, cómo no. Eran buenos chicos, pero teníamos menos cosas en común que el difunto George Michael con Chiquito de la Calzada. Sin embargo, tras cuatro caciques con cocacola y algún vino que robábamos en casa, las diferencias se atenuaban y uno se mecía en un sentimiento agridulce: el calor de la pertenencia a un grupo que por otra parte sabía condenado a morir.

Quedábamos algunos sábados en una de las huertas del otro lado del Arga, donde en su día hubo una gran fábrica de zapatos reconvertida después en frontón, y preparábamos el menú más tosco que te pudieras echar a la cara: macarrones tomatosos con huevo mitigador. Bien de txistorra, carne picada, panceta y tomate Orlando. Yo era el señorito que solía bajar el emplaste con vino, ellos eran de cenar con cocacola. Luego cantábamos o contábamos chistes al calor de la chimenea. Una vez, con el más lanzado del grupo, esnifé pegamento Universal y no sé cómo llegamos a cruzar las pasarelas. El colocón fue fenomenal. Entonces uno se quedaba con lo bueno: tengo un grupo, una cuadrilla, son mi gente. Al día siguiente la resaca era triple. Domingazo pamplonica en toa la boca.

FOTOGRUPO

Nadie presume de barojiano. Lo hace en un círculo íntimo, si eso. La gente farda de amigos, de clan, de peña, de basca, de cuadrilla, de cofradía, no de quedarse en casa leyendo a Trapiello. Lo constato estos días en las diversas redes sociales a las que estoy enganchando. Hay un vivo deseo de demostrar, a veces con un punto de impostura, que se ha conquistado con solvencia aquel estadio no menor de la pirámide de las necesidades humanas: el de la pertenencia al grupo.

En esas fotos, como en cualquier mensaje, hay mucho de todo. Hay un deseo de compartir con los demás la felicidad navideña y un deseo de fortalecer la cohesión de ese grupo, ya sea familiar o social, mediante la comunicación pública de su existencia. También está el deseo de mostrar a los demás que, pese a los años, oye, uno no se ve tan mal. Pero, sobre todo, una demostración de que, ojo, hay grupo. Los míos. Mi panda. Fotos familiares en torno a una mesa, con gran provisión de viandas y caldos de postín. Y esto es tan natural como el beber cuando se tiene sed, además de que tiene algo de sano y hasta envidiable.

Porque los que renegamos barojianamente del grupo como si fuera un comportamiento adocenado, en realidad lo hemos buscado, al menos yo, por otras vías, con mayor o menor fortuna. Necesitamos a los demás y nos gusta la independencia, pero comer techo en sus dosis justas y necesarias. No es debilidad, sino humanidad, más que nada porque los humano somos débiles. Y colocarse por encima de eso, como advertía Pla, no trae nada bueno.

Creo que fue Amaya Ascunce, autora de la serie de la drama-mamá, quien preguntaba con acierto aquello de: ¿Tú eres de cuadrilla o de amigos sueltos? Quienes optamos en su día por los amigos sueltos quizá es porque fracasamos  antes en la empresa de crear una cuadrilla a nuestra medida. O que teníamos una cuadrilla de serie, que responde al nombre de Familia, que ya satisfacía nuestro deseo de pertenencia al grupo, cosa que no deja de ser un privilegio, heredado en este caso.

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