• jueves, 28 de marzo de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Estella se quiere poco

Por Eduardo Laporte

Cada vez que paso por la antigua Lizarra siento que pecamos de antichovinismo.

Una vista de la ciudad de Estella
Una vista de la ciudad de Estella

Esta ciudad de la Navarra occidental es como esas novias no del todo descollantes a primera vista de las que luego acabas enamorado hasta las trancas. Cada vez que paseo por sus calles medievales me gusta más esta ciudad, de la que Fernando Aramburu logró por cierto convertir en ciudad literaria en su ‘El trompetista del utopía’.

Y opino (de) que, como con tantas otras cosas, que si el vino, el aceite, la Nueva España en los mismísimos Estados Unidos de América, nos echamos pocas flores, fardamos poco y, lo que es peor, lo hacemos no tanto por humildad o prudencia, que también, sino por desconocimiento de lo que tenemos. O sea, que qué a gusto se vive aquí y qué calidad de vida y esto y lo otro, pero que uno podría vivir en Estella como en Seseña: con tal de tener un barico cerca, fiestas patronales y comida caliente en casa de los padres los domingos, ni tan mal. Pues mire usthhé, no, Estella tiene un sabor especial y, lo que es peor (II), podría ser no el asombro del mundo sino la recontraconcha de Occidente. Hipérboles al margen, Estella podría ser, yo que sé, una Siena, una Perugia, una ciudad con tanta solera como tantas de la Toscana y es, qué es, pues Estella. ¿Y qué es Estella? Cada uno de los 2.499.942 lectores de esta columna tendrá su opinión particular de nuestra Lizarra, pero pondría la mano en el fuego (lento) a que no muchos compararían a Estella con una ciudad de visita obligada, de atractivos indiscutibles (muchos de ellos, patrimonio mundial según la Unesco), como podría ser Toledo. De hecho, hay quien la llama la Toledo del norte. Me juego media oreja a que la mitad de los navarros no metería en el mismo saco a Estella que a Toledo. Y hacen mal.

Porque Estella es lo más parecido a Italia que tenemos en estos pagos forales, con tanta riqueza a tiro de piedra, como lo es sin ir más lejos Ayegui, donde se encuentran las bodegas Irache, una de las tres que cuenta con denominación Vino de Pago, la más alta del escalafón vinícola, de Navarra. Y no entraré a glosar en plan guía turística los encantos de esta simpática ciudad, que si el puente picudo o de la Cárcel, del que nunca está claro si Juan Benet participó en su restauración, la iglesia de san Pedro de la Rúa, el clásico café El Che, que recuerda a los de Salamanca junto al Tormes, la rúa, con su redundancia de calle La Rúa, La Rua kalea, el ambiente jacobeo, su serpenteante calle Mayor, con su extinta, ay, cafetería La Mallorquina, y todos esos comercios que guardan la solera de otros tiempos, como la también extinta Guibert, y la que esperemos que no muera nunca Hermenegildo Elcano, licoress y vinos finos. O el santuario del Puy, con el proyecto de Víctor Eúsa, y mil cosas que me dejo en el tintero.

A la famosa frase de que el nacionalismo se cura viajando siempre le he visto peros. Viajar, sí, pero también para calibrar, para poner en valor, expresión denostada que a mí me gusta porque no hay otra mejor. Pongamos en valor a Estella. Barcelona tiene poder y Estella tiene valor.

UN TUNEADO NECESARIO

Pero no todo son van a ser ditirambos en ese repaso rápido de los encantos estelleses, ciudad que se recupera por cierto de los excesos festivos, con esa paz merecida que sucede a todo jolgorio, que tiene tanto de diversión como de épica moderna. A Estella hay que darle un meneíto para que su patrimonio material e inmaterial (se me ha olvidado citar dos de sus estupendos museos, el Carlista y de Maeztu) brille como se merece.

Las ciudades son como las personas y las casas: necesitan un cuidado constante, una actualización activa, un subirse al tiempo que le toca. En cuanto te descuidas, te has quedado atrás. Y en Estella noto también una cierta desidia en lo más importante, los detalles. En ‘Comando Actualidad’ hablan de un pueblo de Teruel, Mirambel, que destaca por su belleza. Entre sus secretos, soterrar el cableado.

Porque hubo una época en que el patrimonio convivía con los excesos del futuro, ese acueducto de Segovia rodeado de turismos infames que tiznaban de dióxido de carbono sus piedras milenarias. No se era consciente del valor y uno convivía con la arqueología como quien convive con una chopera o un matadero fétido, como aquel que había tiempo ha en Orcoyen.

A Estella le faltan un par de detallicos, un derruir ciertas bajeras enfermas de abandono, un acabar con cierta estética noventera de cafetería Decostudio, un adecentar sus lugares más recoletos, como el paseo junto al río, o las casas que dan al Ega, como esa amarilla que está diciendo “Habítame”. Luego hay una estética entre algunos de sus vecinos como de riñonera, camisa sin mangas, barriga moliciosa, aros en la oreja y peinado belicoso de la que Estella/Lizarra no tiene la culpa y que nos hace pensar en aquello de Machado de una “Sevilla sin sevillanos”. Sí, hay chándales y una no menor cuota de señoras con sobrepeso, pero Estella resiste.

Estella es la monda, una ciudad en la que uno se plantearía vivir, así de repente, por la alegría que destila lejos de cierto mordorismo que se te cae en el alma una vez pasas el Perdón y te plantas en ‘Etxabakanoiz’, pero debe aprender, opino, que para eso uno escribe una columna de opinión, a quererse más. Cuando lo haga, no sólo será un lugar destacado en la memoria de todo viajero, sino que será utilizada como elemento de comparación. Entonces se dirá “esta ciudad es la Estella del norte” (sur, este o lo que usted prefiera).

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Estella se quiere poco