El ejército de los correctos políticos amenaza con imponer un mundo tan incómodo que dan ganas de bajarse de él.
- viernes, 13 de diciembre de 2024
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El ejército de los correctos políticos amenaza con imponer un mundo tan incómodo que dan ganas de bajarse de él.
Al presidente de Canadá, Justin Trudeau, le están friendo a palos, muy políticamente correctos, porque en 2001 se pintó la cara de negro para disfrazarse de, con perdón, negro. Su futuro político pende de un hilo. ¿Quién se atreve a minimizar ahora el poder de los ‘ofendiditos’?
Son aquellos, aquellas, que padecen un tipo de tara que les impide contextualizar y juzgar con flexibilidad la siempre compleja, hasta contradictoria, qué diantre y a mucha honra, actitud del ser humano. Son los agelastas, es decir, aquellos que «no saben reír» (viene del griego el palabro) y ya Milan Kundera nos previno de ellos. «No viven en paz con lo cómico», decía. «Sin detestarlas, los evito de lejos».
No hace mucho, en calidad de alumno de un curso, me encontré con un buen par de ejemplares del agelasta común. No hay manera en ciertas situaciones de escapar de esos representantes del cenicismo tóxico, sino que toca aguantar, estoicamente, y aludir al mismísimo Job. Porque el agelasta, la agelasta, no es que vea la botella medio vacía, sino que la ve rota y con los cristales magullándole y quiere que todo el mundo lo sepa. Tan profunda es su negatividad, que a su lado uno se siente Mr. Wonderful. A todo le dan la vuelta, ya digo, y si el profesor del citado curso propone una encuesta anónima al final de las sesiones a modo de autoevaluación, el agelasta pancriticón (es decir, que todo le disgusta) le parecerá fatal que sea anónima y que las cosas no se hablen cara a cara. Si al contrario, propone un debate abierto, se sentirán oprimidos por ese método tan directo que les oprime y no permite un análisis íntimo y sincero. Basta un detalle que no le haya gustado al agelasta para hacer la enmienda a la totalidad.
El agelasta pancriticón se mueve entre el trastorno límite de la personalidad y el trastorno obsesivo compulsivo, diré en plan psiquiatra por fascículos. Son víctimas también de una galopante ansiedad, de un deseo tremebundo de ser aceptados, presas a su vez de una paranoia por ser rechazados. Adolecen asimismo de una marcada falta de centro interior, de unos asideros interiores mínimos para no venirse abajo en cuanto cambia la brisa y un día en su piel se antoja un pequeño infierno. Por eso, como decía Kundera, más que odio dan penilla, pero ojo con estos peones de la queja porque, así como una termita es capaz de arrumbarte la casa en su constancia lesiva, la influencia del agelasta no debe ser infravalorada. Sobre todo porque cuentan con un gran punto a su favor del que son bien conscientes: la superioridad moral.
¿A quién le apetece meterse en el jardín de defender a quien acusan de racista como le pasa al malogrado y canadiense Trudeau? Dime a quién defiendes y te diré quién eres.
El agelasta pancriticón tiene algo de estimulante porque amplía tu visión de las cosas. Si tal camarero te pareció simpático, resulta que es un servil pelota que ha claudicado al yugo más explotador del capitalismo. Si tal humorista te resultó gracioso, es porque es un facha (y tú también por reírle las gracias). Si tal cineasta, pongamos Tarantino, te parece que hace un retrato entrañable del Hollywood de los sesenta, estás equivocado. Es un machista recalcitrante que se pasa por el forro el test de Bechdel y cosifica a Brad Pitt en su papel de tío buenorro (¿a qué viene ese plano absurdo del tío quitándose la camisa y mostrando tableta de chocolate?).
Los agelastas pancriticones, tan confundidos por su distorsión de la realidad y su mirada microscópica e hipersensible de las cosas, se mueven en la escala de blanco o negro. Ahí se sienten seguros. Condenando o aplaudiendo como hacían los emperadores romanos en el circo. A pesar de sus dietas crudiveganas y sus pacíficos saludos al sol, acaban cobrando forma de peligro público dentro de ese caballo de Troya del buenismo pereza.