• jueves, 18 de abril de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

La Pamplona mágica de Kurtz

Por Eduardo Laporte

Basta una foto de este enigmático personaje de la Pamplona de los ochenta para rescatar los más bellos recuerdos de una ciudad posible, imaginada, y que la actualidad se aparte

Kurtz, en una de sus actuaciones. FOTOS: José Castells Archanco
Kurtz, en una de sus actuaciones. FOTOS: José Castells Archanco

Era una figura que aparecía por sorpresa. En el paseo de Sarasate, detrás de la arquitectura efímera de un teatro de títeres y marionetas checas, por ejemplo, más sofisticadas y evocadoras que las de Gorgorito. De cuando en cuando montaban ese tablao en el paseo de Sarasate, junto al quiosco de periódicos y chuches, y cómo no subirse a imaginarse espadachín en alguna obra centenaria. «Este es Kurtz», me dijo mi madre y yo me quedé asombrado al estrechar la mano de un señor tan serio que, sin embargo, se dedicaba a cosas de niños. Pelirrojo y con un corte como germánico, me recordó al protagonista de un libro que danzaba por casa y que aún no había leído: ‘El Principito’.

Además de en esos teatrillos improvisados, uno podía ver su cuerpo delgado como los alambres que movían sus marionetas en diversos escaparates de la ciudad. Aquello añadía otro elemento mágico al personaje, al colocarse al otro lado. Como si Kurtz estuviera hecho de la misma pasta que los maniquíes, como si viniera de otro reino, de ese Oriente del que llegaban los Reyes Magos cada 5 de enero. Porque uno relacionaba esos juguetes de Purroy con el mismísimo y lejano Oriente y, Kurtz, que parecía estar en el ajo, debía de tener conexiones con ese mundo fantástico.

Nunca lo vi en el Gayarre, cuya foto comparte su autor, José Castells Archanco, en el grupo de Facebook de ‘La Pamplona desaparecida. La Navarra olvidada’. Forma parte también de ese mundo, en efecto, extinto. ¿Qué fue de él? Lo pregunta algún comentarista y me lo pregunto yo, aunque en realidad no me interesa la respuesta. Kurtz está bien ahí, en ese teatro de los sueños, en esos escaparates en los que danzaba como un Nijinsky de la decoración de interiores.

Otro comentarista dice que tenían un almacén cerca de su casa y que ahí construía sus maquetas y les regalaba juguetes antiguos. Imagino que aviones de hojalata, muñecos de trapo, arlequines y títeres eslovacos. ¿De dónde venía Kurtz? ¿Por qué eligió Pamplona? No lo quiero saber. No quiero contaminar con datos, hechos, informaciones, la idea de ese principito centroeuropeo que había encontrado en Pamplona, por la razón que fuera, la razón para instalarse.

Claro que quizá fuera un artista errante, como Donan Pher, que llegaba por junio con su Citröen Bx morado, matrícula de Oviedo, que aparcaba frente a Óptica Alforja hasta finales de julio. A lo mejor, el bueno de Kurtz vivía en invierno en una buhardilla en el barrio de Malastrana, Praga, donde fabricaba sus muñecos, con madera de los bosques checos, mientras esperaba, con un dedal de becherovka, que llegara la primavera y con ello, su viaje a España. Porque Pamplona quizá se le antojara un auténtico paraíso de luz y expansión comparada con esa ciudad que en diciembre es de noche cerrada a partir de las cuatro, como en una eterna foto de Sudek. ¿Y si fuera alemán? ¿Austríaco? ¿Polaco como aquellos Urban, Spasic, Ziober o Trzeciack? El misterioso Kurtz.

Trueba en Praga

Recuerdo una tarde de invierno, precisamente, en Praga, en la que jugamos a ser también nómadas (que es parte de la esencia del viaje, aunque se haga desde la total turistez). Nos encontramos a David Trueba leyendo ‘Babelia’ en una cervecería y lo invitamos a sumarse a nuestro grupo (de primos y hermanos). Aceptó amablemente y, mientras cruzábamos el puente de Carlos, se produjo un leve silencio contemplativo. Ahí estaban esas torres picudas, la de la cabecera que da pie la ciudad vieja, ese gótico de ensueño, que uno atraviesa tras haber superado ese desfile quieto de esculturas sobre el Moldava. «De aquí viene todo. La magia. La fantasía. Walt Disney lo supo ver bien», dijo David Trueba. Se refería al famoso logotipo, que entonces vimos totalmente praguense, pero también a ese mundo de imaginación que supo llegar al corazón de niños y no tan niños.

Kurtz, el Kurtz, de mi memoria, me hacía pensar en un Gepetto contemporáneo y esbelto. ¿Habría creado algún Pinocho que cobrase vida por las calles de la Pamplona vieja? Una criatura misteriosa que deambulara con nocturnidad y alevosía por calles como Dormitalería, quizá la más mágica de las calles de la vieja Iruña.

De pronto pienso en convertir este particular ‘principito’ que nunca dejó marchitar su particular rosa en materia prima de un relato para jóvenes. Con esa Pamplona mágica de fondo con la que, de niño, me hizo soñar y que hoy a veces reconstruyo en sueños. Qué menos. Evocarlo ya me ha librado de la ración diaria de antifantasía y toques de queda, así que gracias..

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La Pamplona mágica de Kurtz