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Blog / Capital de tercer orden

Retrato de una española media en tiempos de pandemia

Por Eduardo Laporte

Una conversación con una vecina cualquiera ilustra más sobre la situación de sostenida angustia y falta de horizontes que ha traído la pandemia que muchos telediarios

Una voluntaria prepara bolsas con menús de comida que contienen un táper con comida y fruta en el colegio Ramón María del Valle Inclán de San Blas, desde donde se reparten para que cada día de la semana puedan comer unas 800 personas, con alrededor de la entrega por el patio del colegio de más de 400 raciones diarias que proceden del mercado de Santa Eugenia, en Madrid (España), a 20 de mayo de 2020.
20 MAYO 2020 CORONAVIRUS;COVID-19;ESTADO DE ALARMA;COMIDA;
Jesús Hellín / Europa Press
  (Foto de ARCHIVO)
20/5/2020
Una voluntaria prepara bolsas con menús de comida en un barrio de Madrid durante la crisis del coronavirus. Jesús Hellín / Europa Press

Me encontré con Encarni en la fila de Orange. Yo iba a devolver un rúter y ella a pedir información sobre los nuevos canales que ha contratado. No logra apañarse con los siete mandos, el Amazon Prime, el Netflix y el Tinder. Encarni es muy de anteponer el prefijo a las palabras: el Ikea, el internet, el José Luis. Abuela sin haber cruzado aún los cincuenta, ha fregado los escaleras de todo Lavapiés, Puente de Vallecas y la embajada de Finlandia, que tiene, o mejor dicho, tenía, a bien contratarla para labores de limpieza. Es pequeña de estatura, pero sus manos grandes como de Francisco Ibáñez me hacen pensar en un pelotari.

Encarni está hasta el coño, me confiesa, sin pelos en la lengua. Ha conseguido, eso sí, cobrar el paro, lo mismo que su hija, con la que convive en un piso minúsculo en el corazón de Vallecas, y que también ha perdido su trabajo en un bingo. «Quería venderlo, el piso, pero paso de regalarlo. Los precios están ahora de risa». No me concreta a dónde irían abuela, hija y nietas tras esa improbable operación, pero al menos eso supondría un notable balón de oxígeno económico.

Porque Encarni es el perfil predilecto de la industria de las tarjetas revolving. Va tapando una, para abrir luego otra, y otra y otra. No quiero imaginar el Rubicón que significa para Encarni cruzar la áspera frontera que media entre un mes y otro, en una pesadilla de números rojos que malamente se tapan, como un vómito con serrín, con otro microcrédito abusivo. Mientras, en algún ático de un hotel de Panamá, un banquero en albornoz se pide otra caipiroska.

Pero Encarni no piensa amargarse y está dispuesta a arañar dosis de hedonismo epicúreo que por momentos rivalizan con las del banquero panameño. «Me he pegado un mes en Gandía por 180 pavos», me cuenta. Gracias a las habitaciones compartidas en pisos turísticos, viajar al levante en temporada baja ya no es un lujo exclusivo. Sobre todo, en temporada bajísima, como la que ha traído la pandemia. Me cuenta que no quiere vivir bajo el miedo y menos aún, ceder a la bajona. Temporada bajona, la novela.

Porque, Eduardo, ¿qué hago con mi vida? Lo peor de la pandemia para algunos, aquellos profesionales que hacían funcionar un mundo ahora atascado, es que también se han atascado sus vidas. Hombres y mujeres resignados a aceptar un paro como opio del pueblo mientras capean como pueden una economía en permanente unidad de cuidados intensivos. Queda Netflix, ese otro opio del pueblo. «Me dan las mil viendo una serie tras otra. Me acabo de levantar, no te digo más», me cuenta cuando son casi las dos de la tarde, y echan el cierre de la tienda Orange sin que nos atiendan.

Encarni se quita la cazadora vaquera y luce unos hombros morenos a pesar del fresco madrileño de noviembre. Se enciende un cigarro detrás de otro, que apura hasta que el olor a plástico quemado le indica que ha llegado la chusta. ¿Qué hago con mi vida?, repite. No en plan drama, sino como la pregunta que uno plantea para salir de un Escape Room. Encarni está inscrita en la bolsa de voluntarios del Ayuntamiento, pero nadie la llama. Se ha apuntado a una ONG para cuidar a ancianos, pero tampoco la llaman porque no tiene títulos de atención geriátrica ni de sanitaria. «Chico, se ve que no hago falta para nada». Hasta se ha apuntado a una asociación que atiende a caballos abandonados.

—¿Caballos abandonados?

—Sí, caballos que ya no sirven para dar carne, caballos viejos, caballos que ya no quiere nadie.

Me cuenta que sí la llamaron de una ONG en El Salvador, pero que tenía que costearse el vuelo.

—Tú lo quieres son unas vacaciones pagadas —le pico.

—No te fastidia. Si voy a hacer un trabajo allá, qué menos que me paguen un vuelo tan caro y me den techo. No pido más.

Porque Encarni quiere ofrecer su ayuda para algo que sea útil, de ayuda: «A mí no me pongas en el Prado a dar folletos».

La cosa está muy mala. ¿Has probado con las funerarias?, pregunto. He escuchado que empieza a haber demanda de profesionales del sector luctuoso ante la desgracia que nos asola. «No se me daría mal maquillar a los muertos, pero chico, para todo piden títulos y no estoy ahora para ponerme a hacer cursos. Son todos caros».

Me habla de su vecina Andrea, que alquila su habitación a una chica colombiana que ha vuelto al oficio más antiguo del mundo. «De eso hay trabajo siempre, con la crisis, la pandemia… Ya te digo. Algún día tenemos que quedar para que te cuente mi vida, nos forramos». Eso está hecho, contesto, barajando la posibilidad, porque la vida de Belén Esteban palidece ante la de Encarni. No se lo digo por decir, creo que tendría su público. Se lo digo sobre todo por añadir una briza de esperanza ante un otoño especialmente pesado para Encarni, una española media, real, que a pesar de todo siempre tiene una sonrisa. «Qué ganas tengo de bailar», se despide esta habitual de las discos latinas del barrio.

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Retrato de una española media en tiempos de pandemia