• jueves, 28 de marzo de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Un fascista en mi ascensor

Por Eduardo Laporte

Se abusa tanto del término, desde una atalaya de superioridad moral cargada de bilis, que al final se desactiva su poder semántico

Una imagen de Santiago Abascal y el candidato de VOX en Andalucía junto a a Pablo Iglesias y Alberto Garzón, de Unidos Podemos
Una imagen de Santiago Abascal y el candidato de VOX en Andalucía junto a a Pablo Iglesias y Alberto Garzón, de Unidos Podemos

Había un gag de Faemino y Cansado en que encontraban diez mil millones de pesetas en todas partes. Debajo de la maceta, en una caries de la muela, en el molinillo de café. Con los fascistas parece pasar lo mismo: están por todas partes. En el ascensor: no es un pingüino, no, es un fascista. Faxistak!

Confieso haber usado el término en alguna ocasión, referido a cierto sector borrokoide, borrascoso, siempre del lado de los violentos: hay algo innegablemente fascistas en usar la violencia como método de intimidación. Cuando ETA puso en marcha su «socialización del dolor», en que cualquiera ciudadano, dentro del País Vasco en particular y de España en general, podía ser víctima, directa o «colateral», se aplicaba un fascismo mayor que el propio fascismo. Ser cómplice de ello, votar a Herri Batasuna, por ejemplo, te convertía en cómplice del fascismo.

Porque en la Alemania fascista de los hitlers y goebbels al grueso de la sociedad alemana lo dejaban en paz: el nazi iba a por los judíos, gitanos, homosexuales y tullidos varios. No ha llegado el día en que la sociedad filoetarra sea consciente de los niveles de ignominia a los que se llegó.

Tras los resultados de las elecciones en Andalucía, Twitter se ha llenado de «fascistas». Se proyecta dicha palabra desde cierta atalaya progre, con un tono, ya que estamos, fascistoide. Al que habla de «fascistas» le encantaría, aunque no lo reconozca, meter a esos «fascistas» en un globo aerostático —de gran capacidad, no sé si se han inventado— y que se perdieran para siempre en el espacio exterior.

A Podemox, perdón, se me escapó una equis, le jode que ganen el extremismo, quizá porque es el reverso de su moneda más radical. Y, en un ejercicio de intolerancia barra provocación, Pablo Iglesias llama a manifestarse en contra e Irene Montero a pararles los pies, antes de que «hagan que nos odiemos entre vecinos y que los poderosos sigan intocables».

¿Nos manifestamos en contra de qué exactamente? ¿De que piensen distinto? ¿De que la gente vote? La democracia implica también aceptar la disensión. En el momento que esa disensión suponga una amenaza real para la convivencia o se traspasen las líneas rojas que a priori preserva la legalidad, pues ya hablaremos, nos manifestaremos o lo que sea menester. Pero parece que lo importante es sembrar no sólo desconfianza sino rechazo: el contigo no bicho, el No pasarán que crea bandos y apela, ay, de nuevo, al puto sentimiento, causante de todos los males. Hay algo de xenofobia en todo ello, en ese frentismo que brota a las primeras de cambio. «Sería muy fácil pactar sólo con los buenos», decía el mediador Juan Gutiérrez en ‘Mudar la piel’.

En 2015, la suma de votos PP+C’s fue de 1.432.000. En 2018, un poco menos: 1.393.000. ¿De dónde salen los casi 400.000 votantes de VOX? ¿Son todos fascistas? El padre de un amigo, sevillano outsider él, votaba por sistema a Herri Batasuna en las elecciones en que le era permitido. Su forma de ser antisistema, de provocar a cierto establishment, era esa. Quizá desde Sevilla, a excepción del atentado contra el matrimonio Jiménez Becerril, lo de ETA se podía ver como algo inofensivo y hasta épico desde la distante ignorancia. Quizá hoy el voto makarra, al menos en Andalucía, el voto del hartazgo, el voto de del ¡hasta los cojones! De Leo Bassi, sea votar VOX. Un voto de castigo. Un voto incluso paradójico: votar lo que uno se votaría ni jarto de grifa solo para protestar. Un voto saboteador. Amélie Nothomb escribió ‘El sabotaje amoroso’. Pues bien, los 12 escaños de VOX podrían ser una forma de sabotaje democrático. A tomar por culo todo. Un juego peligroso y deleznable si me apuras pero, en no habiendo muertos ni extorsión, el fascismo de momento es teórico.

EL VOTO DE CASTIGO

No hace falta ser Tezanos para colegir que buena parte de los 400.000 votantes de VOX votaron al PSOE en anteriores convocatorias. Hay un votante de VOX en tu bloque de vecinos, otro en el estanco, otra en la parada del bus, otra en la farmacia y otro que te da clases de conducir. Alguien decía en Twitter que el votante voxiano es aquel de la «España de los balcones», aquella que tiene su orgullo herido por la crisis catalana y que reacciona así ante lo que considera una descomposición de su patria, política y sentimentalmente hablando. Bromas como la de Dani Mateo y la bandera pueden haber generado miles de votos en electores cansados de ser atacados en lo que consideran esencial.

Del programa de VOX, uno puede entender y hasta simpatizar con algunos puntos, como la idea de una educación y sanidad a escala nacional, lo que podría redundar en mayor eficiencia, fluidez, ahorro y una cierta cohesión social. Una cosa jacobina que en Francia se aplica con toda naturalidad. Otras en cambio pueden resultar directamente vomitivas, como el desprecio en general hacia la figura del inmigrante y la severidad racistoide con que lo tratan. Pero es un análisis de brocha muy gorda pensar que el votante de VOX es un franquista redivivo que le chupa los cojones al caballo de Espartero y que la labor del progre genérico sea ir a saco contra él.

Así como Napoleón no salió derrotado de Waterloo por una sola razón sino por un cúmulo de ella, el ascenso de VOX en Andalucía tiene múltiples causas, así como el votante responde a múltiples caras y no menos motivaciones. Reducirlo a la etiqueta de «fascista» es una reacción tristemente sectaria que nos condena, paradójicamente, a alimentar ese posible monstruito, o bestia parda, que puede ser la derecha radicalizada en España.

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