Aún me queda, o eso espero, espiar muchas lunas pálidas, agarrar la mano de mi segundo retoño y naufragar, infantil y curioso, por esta tierra mía, que todavía no he atisbado.

Vaya por delante decirles que este escrito nació por la elaboración de un pastel.
Yo, que desde hace prácticamente diez años escribo mis humildes letras para todos ustedes, no dejo de ensalzar mi tierra como aquella en la que se dibujan senderos dorados bajo árboles verdes, llenos de azul y de pájaros.
Esa tierra mía, que es nuestra, de la que bebo agua de la fuente, agua alegre que parece que ha llegado de la misma rosa.
Donde los silencios se quedan apartados y hasta las mismas nubes advierten que la tarde ya está terminada.
En ese mismo lugar en el que hay vientos tristes y brisas animadas.
Esta, mi tierra Navarra, les digo con rubor, que no conozco.
…Que ojalá hubiese visitado todos los pueblos que la conforman y hablado con las gentes que los habitan.
Me gustaría escuchar al lugareño apuntarme cuándo se restauró el campanario y si fue buena la cosecha de ese año.
Si las estrellas se ven parpadear en agosto como hogueras que hacen los habitantes del universo para que les veamos.
Si nacieron más niños que caracoles y si resbalan los besos de los enamorados junto al margen de los ríos caudales o medianos o más chicos.
No conozco mi tierra, ¡maldita sea!
Y no tengo excusa ni me escudo por vivir casi la mitad de mi vida en una isla que sí conozco y de la que he escrito libros y más poemas.
La otra tarde leí una noticia en la que una joven repostera fundaba su pastelería siguiendo el legado de su abuelo. Un abuelo que le inculcó utilizar todos los productos que pudiera de su localidad, que serán muchos, y que no dejó de infundirle el amor al pueblo.
Esta repostera hoy abre su tienda de dulces, hojaldres y bizcochos en su pueblo natal, San Martín de Unx. Un pueblo que no conozco. Un lugar como otros tantos que no he visitado.
Allí donde los grillos cantarán su copla que yo no he oído y los chopos se contornearán en las sendas moviendo sus hojas plateadas.
Pero no todo está perdido. Aún me queda, o eso espero, espiar muchas lunas pálidas, agarrar la mano de mi segundo retoño y naufragar, infantil y curioso, por esta tierra mía, que todavía no he atisbado.
Y al fin llegar a San Martín de Unx y a otros tantos pueblos para saborear, entre otras cosas, las tartas de queso, sus galletas o pastas que se comen como pipas, mientras escucho cómo me cuenta la joven repostera viejas historias de su abuelo Pedro.