Llega otro Aberri Eguna. ¿Volveremos a escuchar las soflamas con los oídos más bien sordos, diciendo algo así como que 'lo lógico es que, en el día de la patria vasca,
- domingo, 08 de diciembre de 2024
- Actualizado 14:30
Llega otro Aberri Eguna. ¿Volveremos a escuchar las soflamas con los oídos más bien sordos, diciendo algo así como que 'lo lógico es que, en el día de la patria vasca,
se digan cosas extramadas que luego la práctica no sustenta'?. Creo que esta, en este año precisamente, es una buena oportunidad para meditar, especialmente tras las enseñanzas que, a costa de todos, nos está dando el 'caso catalán'.
Convengamos en que, al margen de los dislates cometidos por sucesivos presidentes de la Generalitat catalana -Pujol, Maragall, Montilla, Artur Mas, y dejémosle tiempo a Puigdemont para que supere a sus predecesores-, tampoco la gobernanza territorial desde Madrid ha sido particularmente brillante. Dejemos, si queremos, al margen a Adolfo Suárez, empeñado en la titánica tarea de democratizar, también territorialmente, a España; pero lo cierto es que la redacción del Título VIII de la Constitución de 1978 y aquellos primeros intentos de hacer marchar las autonomías por dos vías, 'lenta' y 'rápida', según se aplicasen los artículos 143 o 151 de la carta magna, ya constituyeron un mal indicio, aunque la situación se haya prolongado, con bastante tranquilidad, durante treinta y ocho años.
Luego, ni Felipe González, ni José María Aznar, ni José Luis Rodríguez Zapatero, ni Mariano Rajoy han sabido hacer frente cabalmente a la mala marcha del 'Estado de las autonomías', bien porque aprovechaban complicidades nacionalistas para completar la gobernación del país, bien porque siempre tuvieron recelo a emprender una reforma constitucional que, para muchos años, asentase el modelo que en 1978 se hilvanó a trancas y barrancas para salir de una dictadura centralista, pero no para durar casi cuatro décadas.
El conflicto que se ha desatado en y con Cataluña es, como me advertían algunos 'padres' de la Constitución ya a comienzos de los años ochenta, muy serio. Desde el Estado no se supo comprender la asimetría territorial, se pretendió que el 'café para todos' fuese el mismo, independientemente de cómo le guste a cada uno el café, y se emprendieron políticas erráticas, tramposas, que, desde Barcelona, hallaban un correlato lamentable con una gobernación corrupta, por decir lo menos, y chantajista, por decir lo más. Ello derivó en muchos silencios 'desde Madrid' sobre prácticas que, ya desde el 'affaire' de Banca Catalana, se advertían claramente irregulares. Pero, claro, había que facilitar la gobernabilidad del Estado, y calló Felipe González, pactó Aznar, titubeó -y engañó a Mas-- Zapatero y estalló Rajoy.
Alguien, el próximo presidente del Gobierno del Reino de España, tendrá que analizar sin pasiones ni conmiseraciones los errores cometidos y poner urgente remedio: aún estamos, cómo no, a tiempo, porque nadie en Cataluña, desde Puigdemont al último concejal secesionista, cree de verdad que la independencia sea algo, así, sin más y porque lo diga una parte del Parlament, posible. De la misma manera que nadie en sus cabales puede ya defender, más allá de los principios altisonantes, desde el resto del país que la Comunidad de Cataluña sea igual que mi querida Cantabria: algún trato específico habrá que poner en marcha, en el texto constitucional y en los Presupuestos del Estado.
Ahora, ante el Aberri Eguna y ante unas elecciones autonómicas en Euskadi, este otoño, que van a ser particularmente complicadas, es un buen momento para no repetir, en esta era de cambio casi total, los errores de Cataluña. El lehendakari Urkullu no es, afortunadamente, Ibarretxe (ni Artur Mas), ni la situación es la misma que hace, pongamos, apenas siete años, cuando empezó a concluir la pesadilla de ETA, que duró casi cuatro décadas. Hay muchas posibilidades de diálogo, y mantener los silencios y las espaldas vueltas, como últimamente se ha hecho con Cataluña, sería un grave error.
Urkullu y el PNV necesitan al resto de los españoles para mantener una situación de privilegio, sí, la del concierto y el cupo, pero a mi juicio inamovible, y así lo entienden, creo, todas las fuerzas políticas, incluida ahora Ciudadanos, que pueden tener parte en el futuro Gobierno de España. Porque nunca el PNV, por el lado Bildu -ahora, con la figura emblemática de Otegi, convertido por nuestra mala cabeza en una especie de Nelson Mandela 'a la vasca'_y por el lado Podemos, que a saber por dónde saldrá en su 'versión Euskadi', ha visto tan amenazada su supremacía. Ni siquiera cuando el PP y el PSE se aliaron para mantener al socialista Patxi López al frente de Ajuria Enea.
El futuro de la unidad territorial de España pasa por la imaginación, por un Gobierno que sepa mirar a medio y largo plazo y que entienda cabalmente lo que son los cambios y la negociación. En Cataluña, las fuerzas constitucionalistas se mantuvieron divididas, en ocasiones renunciando incluso a fusiones que hubiesen resultado muy convenientes para ellas mismas; creyeron que todo podría mantenerse 'como siempre'. Renunciaron al 'asalto a la Generalitat'. Ahora, algún partido, señaladamente Podemos, mantiene una ambigüedad en sus posiciones: ¿quién puede asegurar que en el País Vasco no se aliarán con los independentistas? ¿Quién podría afirmar con rotundidad que Ada Colau sea un valladar contra el independentismo catalán? ¿Y en Galicia, o en la Comunidad Valenciana?
Puede que el primer pacto nacional a suscribir sea con quienes, en todo el Estado, aglutinan el descontento con las formas con las que se ha gobernado hasta ahora, es decir, Podemos, las Mareas, Compromís y las diferentes formas como este descontento se ha interpretado en Cataluña. Un gran pacto territorial de Estado, una especie de pacto de La Moncloa dedicado a mantener la unidad, quizá otra unidad, de España. No puede ser que el país se disgregue, sin más, por falta de entusiasmo y de generosidad de quienes creemos que España ha de mantenerse como una sola nación, dentro de una Europa que se interroga hacia dónde camina.
Sería muy bueno que, ahora que, tras este injustificado parón de semana santa, se van a reanudar, parece, las negociaciones para formar Gobierno central, las fuerzas políticas en presencia tengan muy en cuenta que va a ser muy difícil seguir como hasta ahora. Imposible, en casos como el catalán o el vasco. O, ya que estamos, atención a lo que puede venir en Galicia. O sea, estamos ante el 'asunto Galeusca', una resurrección de un problema que ya afloró en la República. No creo que se trate tanto de una cuestión de ir hacia independencias, sino de descontento con la gestión del Estado, con un inmovilismo desde los gobiernos centrales, atentos solamente a su propia supervivencia. No, afectivamente no se trata solamente de pensar en 'sillones', que es, ahora, mucho me temo, de lo que de verdad se trata. España, la idea de una nueva España, ha de estar muy por encima de quién irá a parar a La Moncloa, y con quién. Yo solo sé que si las mismas caras significan las mismas políticas que las desarrolladas hasta ahora, no sirven. Como sospecho que, ay, se está demostrando.