• jueves, 28 de marzo de 2024
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Opinión /

Quien siembra vientos recoge tempestades

Por Jaime Ignacio del Burgo

En Alsasua se ha confirmado aquel viejo refrán que dice que quien siembra vientos recoge tempestades.

La presidenta Barcos lo sabe muy bien y por eso se apresuró a visitar a los heridos de la bárbara agresión a dos guardias civiles y sus parejas en la madrugada del pasado sábado. En ese sórdido mundo que anida entre nosotros, para el que los crímenes de ETA no son más que un inevitable “daño colateral” de la lucha del pueblo vasco por su liberación nacional, como justa respuesta a la opresión del Estado español, es seguro que los autores de la cobarde salvajada habrán pasado ya a la nómina de personajes ilustres de “su” Euskal Herria forjada a sangre y fuego.

No hace mucho, también en Alsasua, un grupo de jóvenes de la tribu de la caverna, al son de los cencerros, convertidos en elemento esencial de la “kultur” euskalherríaca, incendiaron en una céntrica plaza de la localidad un enorme tricornio, como símbolo de la opresión del Estado, y danzaron alrededor del fuego a semejanza de los pueblos prehistóricos, al tiempo que ardía en la hoguera un muñeco que representaba a un guardia civil.

Tal vez ofrecían una ofrenda al “basajaun” para que, de una vez por todas, descienda de las montañas y expulse al enemigo invasor. Este grotesco y deplorable episodio se suma al gran número de actos vandálicos que se vienen sucediendo y que tienen como denominador común el odio a la Guardia Civil.

No es de extrañar que en medio de este clima la furia aberzale se cebara en dos miembros de la Guardia Civil, cuando estaban fuera de servicio e indefensos. En la madrugada del día 15 de octubre, los valerosos “gudaris” de la tribu los sorprendieron en un bar de la localidad y fueron prácticamente linchados. Ni siquiera respetaron a las novias de los agentes.

Bienvenida sea la repulsa de lo sucedido por parte de la presidenta Barcos. Pero no es suficiente. No podemos olvidar que preside un Gobierno sustentado en un acuerdo explícito con quienes forman parte del entorno político de ETA, cuyas acciones criminales se niegan a condenar y de las que, incluso, muchos de sus miembros dicen sentirse orgullosos. Los homenajes a los presos de la banda, excarcelados tras cumplir su condena por crímenes contra la humanidad, son una afrenta a una sociedad democrática como la española.

Al comienzo de su mandato, el Gobierno Barcos proclamó que el clima de violencia había prácticamente desaparecido. Pero lo cierto es que en poco más de un año los actos violentos -o de incitación a la violencia- se han multiplicado.

La reacción de Sortu, no hizo esperar. Después de poner en duda el “relato oficial” de los hechos, expresa “su voluntad de avanzar hacia la paz y la convivencia en Euskal Herría, para que hechos como los ocurridos en Altsasu, no sucedan nunca más”, lo que es una paladina confesión de la existencia del linchamiento. Eso sí, la formación aberzale tiene el enorme descaro de acusar de lo ocurrido a la Guardia Civil, por crispar la situación. Mientras no se vaya y no se “desmilitarice” el país no habrá paz.

Si fuera consecuente con su gesto con los agentes heridos debería repensar la función o al menos la actuación del comisariado político que se parapeta bajo la Dirección General para la Paz, la Convivencia y los Derechos Humanos, empeñada en mostrar la equidistancia entre ETA y el Estado, como si aquí hubiera un “conflicto político que enfrenta al pueblo vasco con el Estado español y no un grupo de desalmados que quiso acabar con la democracia en el País Vasco y en el resto de España.

Es cierto que en los años ochenta, cuando el número de asesinados alcanzó su punto álgido, con casi cien víctimas mortales al año en su mayoría militares y miembros de la Guardia Civil y del Cuerpo Nacional de Policía, Felipe González cayó en la tentación de responder a ETA con sus propias armas.

También es verdad que se produjeron por aquel entonces acciones criminales por parte de algunos servidores públicos, que incumplieron su deber de luchar contra la banda asesina en el marco del Estado de Derecho. Pero no es menos cierto que aquellos condenables delitos no quedaron impunes, sus responsables acabaron por comparecer ante la Justicia y fueron condenados por sus crímenes, incluido el propio ministro de Interior.

Los GAL nacieron en 1984 y tuvieron una vida efímera pues se extinguieron tres años después cuando el presidente francés Mitterrand dejó de mirar hacia otro lado y se comprometió a acabar con el santuario etarra en el sur de Francia. En cualquier caso, los autores de aquellos crímenes hicieron un gravísimo daño a la superioridad moral del Estado cuando actúa en defensa del derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad.

No es admisible que el tenebroso mundo aberzale reclame olvido para los crímenes de ETA, muchos de ellos todavía no esclarecidos y, al mismo tiempo, sea uno de los principales valedores de la campaña para desempolvar los crímenes de la guerra civil –por supuesto, solo de uno de los bandos–, que ensangrentó a la sociedad española hace ochenta años y cuyos responsables de uno u otro lado ya han desaparecido.

Quede claro que los familiares de aquélla trágica lucha fratricida tienen derecho a buscar los restos mortales sus muertos para que reciban digna sepultura. Pero el intento de resucitar el espíritu guerracivilista, bajo el amparo del Gobierno foral, demonizando a “la derecha”, tildándole de fascista y heredera del franquismo, precisamente una contribución a la convivencia. Lejos ha quedado el espíritu de reconciliación que presidió la Transición, cuando España por primera vez en su historia se convirtió en un Estado plenamente democrático. 


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