• jueves, 25 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Una apacible tarde dominical de primavera en Pamplona

Por Javier Ancín

Estamos rodeados de montañas que nos imposibilita ver el horizonte. Por eso aquí no se pone el sol, se oculta. Por eso aquí cuando muere la tarde no se apaga al instante la luz, que el sol no ha caído, solo hemos dejado de verlo. Por eso flota ese resplandor un instante antes de que todo se apague detrás. En Pamplona no cae la noche, abrupta, se va recostando lentamente.

Una vista de Pamplona desde la Plaza del Castillo. PABLO LASAOSA

Rumor de tráfico de coches, de aviones, que sosiega. Yo no sé cómo puede haber gente que odie este sonido tan relajante. Me gusta ir frente a la variante a disfrutar de los últimos rayos de sol, con los abuelos, al resguardo de los edificios que hacen tibia la tarde, escuchando el murmullo de la ciudad, como ese bebé de un amigo que me contó que solo es capaz de dormir activando la campana extractora de la cocina.

Cuentan que la única vez que la gente no pudo dormir en las cataratas del Niagara, fue una madrugada que el estruendo del agua quedó en silencio porque se congeló el río. Mudo el espacio, la gente se echó a la calle en pijama con ataques de pánico producidos por el silencio.

El silencio es como debe de sonar el vacío, la muerte, el infierno, si existiera. Por eso serena el murmullo de los coches. Es vida en paz. La vida suena. Me contaba ayer una amiga que tiene un hijo sordo y cómo le ha cambiado el mundo el implante coclear que le han realizado, devolviéndole la sonrisa, la tranquilidad. La alegría suena siempre.

El tráfico es como el ir y venir de las olas, más suaves incluso, sin ese romper contra la orilla que altera el ronroneo constante hasta convertirlo en estruendo efervescente.

La de tráfico aéreo que pasa por Pamplona, por cierto. Gran parte de los aviones que cruzan los Pirineos nos pasan por encima. Los que entran desde el Mediterráneo muchos también. Me entretiene mirar las aplicaciones de radar y descubrir destinos y orígenes. Es sorprendente la de vuelos que hay entre Francia y Marruecos y entre los países nórdicos y las Canarias.

Me llama la atención que con la de grupos de chalados que tenemos en la ciudad, no hayan colgado de los balcones o los puentes alguna pancarta plástica, siempre se reivindica con plástico en Irroña, que exigiera su desaparición. Kanpora bueloaks. Ospa abionoak. Hasta que se ponga de moda, que se pondrá. Basta con que se riegue con dinero público un chiringuito/txiringuito tipo los contrarios al AVE, se le revista de ideología aberchándal -fuera epañoles, los cielos de euskalerría para los euskalerrianos-, y ya tendremos a unos cuantos (más) viviendo públicamente del cuento/kuentoak.

Pero volvamos a nuestro sosiego. A ese mirar sin ver nada concreto, deslizándose por la amable la luz que el cambio de horario veraniego nos ha traído. En Pamplona vivimos en un bol del desayuno, lleno de cereales para la merienda, recalentada leche en el microondas para la recena. Allá donde miras hay un muro natural que nos impide fijar la vista en la lejanía.

Estamos rodeados de montañas que nos imposibilita ver el horizonte. Por eso aquí no se pone el sol, se oculta. Por eso aquí cuando muere la tarde no se apaga al instante la luz, que el sol no ha caído, solo hemos dejado de verlo. Por eso flota ese resplandor un instante antes de que todo se apague detrás. En Pamplona no cae la noche, abrupta, se va recostando lentamente. Te deja tiempo para acomodarte a la negrura de la madrugada.

Pero mañana, que ya es hoy, es lunes y vendrá alguien a joder esta bendita placidez, veréis. Seguro que ya trae redactado el comentario de casa, para ir adelantando jaleo. Y eso es todo.


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Una apacible tarde dominical de primavera en Pamplona