• viernes, 26 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Feliz año o yo qué sé

Por Javier Ancín

Refugiarse en la cocina, al lado del transistor, escuchando algún programa de radio donde cuentan historias es el mejor antidepresivo que conozco.

Tarros y utensilios en una cocina
Tarros y utensilios en una cocina

El día 1 de enero siempre lo recuerdo como el primer o segundo día más triste del año. El segundo o primer día más triste era el 15 de julio, tras el jolgorio sanferminero. Todo cerrado, todo quieto, todo muerto, con los restos de la fiesta por los suelos, medio de resaca o de resaca entera, con el sabor rancio y picante de nicotina en la boca. Me gustan las cocinas porque de pequeño pasaba muchas horas en ella, leyendo el periódico en el suelo, por ejemplo, cuando ya lo dejaban sobre el radiador los mayores, casi siempre por la noche. Recortando noticias curiosas que pegaba en un cuaderno que perdí, como casi todo.

Pegando cromos en álbumes que casi siempre se quedaban incompletos. Me acuerdo mucho de aquel radiador grande, sobre el que dejábamos los periódicos antiguos, bajo el que dejaba los zapatos con los que iba al colegio para encontrarlos por la mañana calentitos o para secarlos después de pisar, cómo no, todos los charcos del camino. A mi madre le gustaba quedarse cerca de aquel radiador leyendo, en la cocina que siempre tenía mucha luz, desde donde se veían los montes que ahora yo suelo fotografiar, inconscientemente siempre los mismos, cuando voy en bici a purgar nubes negras.

Los días tristes en las cocinas siempre son más llevaderos. Mi padre hacía almendras garrapiñadas que volcaba para que se enfriaran en una bandeja metálica. Como yo era un impaciente cogía alguna y me abrasaba las manos, haciéndola saltar como un malabarista de una palma a otra, soplando como un ansioso, hasta que la creía fría y me la metía en la boca, la mordía y seguía el sufrimiento en la lengua. Y vuelta a empezar en cuanto conseguía tragármela. El olor dulce de aquella cocina me reconforta cuando los días o las semanas o toda la existencia viene torcida.

Hoy, cuando escribo esto, es también uno de enero, otra vez. Ayer fue una agradable noche tranquila, sin gentíos, sin estridencias, suave, sin mucha comida pero muy buena y sin mucho alcohol, pero del mejor. Me comí las uvas después de años sin hacerlo. No soy supersticioso pero como ando de cambio de mil rutinas quería empezar el año como cuando lo terminaba de pequeño, de nuevo.

Como cuando entrar en un nuevo año era una aventura, empezando por la noche que se te hacía larga, jugando a cartas con tus tíos y abuelos y primos. Como cuando separaba con mi madre en nuestra cocina los granos más pequeños para los niños y los más grandes para los mayores. Me he oído el concierto de año nuevo con un café y un libro, en pijama, sin empachos ni resacas, pensando en que si mi padre estuviera por aquí, por la tarde nos asaría castañas sobre aquellas placas eléctricas de las cocinas de los ochenta, las envolvería en trapos y dejaría que se recocieran porque dice que están más buenas así.

Cómo echo de menos tantas cosas... a mi abuela, por ejemplo. Mucho. Cuando todo era más sencillo y los porrazos se curaban en segundos con la cara contra su bata, mientras te abrazaba. Se nos despeñó el guardián entre el centeno que nos impedía caer a nosotros, cuando íbamos por la vida como locos. Tentado estoy de hacer un Salinger, aunque a mi modo ya lo he hecho, ahora que nos vamos haciendo mayores. En cualquier caso, a ver si este año empezamos a generar de nuevo buenos recuerdos, y a escribir más y con más regularidad y terminar por fin ese libro bonito que siempre quise escribir y que nunca supe cómo.

Ojalá este año cada uno encuentre lo que busca. Feliz año o yo qué sé. Y eso es todo.


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Feliz año o yo qué sé