- miércoles, 22 de enero de 2025
- Actualizado 19:24
No sé qué me impulsa a salir de casa un sábado a las 9 de la mañana. Ser un viejo ya, supongo. Y que me han encargado unos amigos franceses con los que como en Biarritz una caja de pastas para el café -para mí noisette- de esas donde el ayuntamiento, me escriben.
Cojo el coche, aparco en la plaza del Castillo, bajo andando por la Chapitela de una Pamplona espectral y llego hasta la confitería Layana. Buenos días. Un kilo para la gabachos y medio kilo de pastas variadas, por favor, algunas más de chocolate, para mí. Gracias. Salgo con mi trofeo y paso frente al nuevo Starbucks de la esquina con la calle Mercaderes. Qué bonita palabra, tan civilizada, Mercaderes. Es el nombre de calle de Pamplona que más me gusta.
Entonces me fijo en lo tres impactos que son como un tumor hipervascularizado, el de la intolerancia de siempre en esta ciudad de los demonios, que destrozan el escaparate de la nueva cafetería. Los enemigos del comercio, de los mercaderes, son los enemigos de la libertad.
Saco el móvil y tomo varias fotos. Un pavo cincuentón pasa a mi lado y suelta un que se jodan. Irroña en estado puro: el asco de siempre vuelve sin haberse ido nunca. Contra lo que no se comparte, piedras… cristales rotos. Que se jodan. Pues muy bien.
Me quedo mirándole, me mira desafiante y como no se iba, le contesto que Feliz Navidad, cosa que le jode más que si le hubiera llamado hijo de puta. Empieza a farfullar y a hacer aspavientos y se larga, jodido. Qué cosas tú, el poder hiriente de la amabilidad. Irroña no dejará de sorprenderme jamás.
Mirando las fotos, le doy vueltas al asunto. Que se jodan. ¿Y quién creerá ese pavo que se jode reventando el cristal de una cafetería?
Contra la violencia, resistencia pacífica. No tenía pensado entrar pero me meto a tomar un café impulsado por el destrozo intolerante, por el que se jodan del apoyo cómplice. A ver si descubro qué le da tanto miedo al borono ese de este lugar que necesita destruirlo.
Me siento con mi taza inmensa, abro las pastas y desayuno untándolas con mis recuerdos mientras miro alrededor. Allí no veo nada peligroso. Es más, es un sitio especialmente agradable. Local recogidito, colores suaves, asientos mullidos, temperatura cálida y amplios ventanales por los que se va colando la luz que va venciendo a la niebla.
En casa de mi abuela siempre había en la cocina una caja roja de Layana y los Starbucks ya me han acompañado en mil historias. Aquel horrible jet lag en Nueva York, donde nos descojonamos de los coches que veíamos pasar con la pegatina blanca ovalada de EH… East Houston. El local de Berlín, en plena plaza de Paris, que abraza la puerta de Brandeburgo, donde me metía a pillar wifi con un iPod touch. El de Belfast calentándonos del frío, al principio de todo, o el de las despedidas en Madrid antes de irnos cada uno por nuestro lado hacia Atocha.
Bocata de calamares en El Brillante y café latte, hasta que dejó de latir, en el Starbucks frente al Museo Reina Sofía. O el de San Sebastián, cuando en la pandemia me saltaba las ilegales prohibiciones de no cruzar de provincia y me pillaba un café para llevar que me tomaba sentado en el paseo de la Concha mirando al mar, escuchando al mar, leyendo El último Negroni del añorado Gistau, oliendo el salitre y la humedad de la mañana, como la de hoy.
La Pamplona silenciosa empieza a desfilar por el garito. Un goteo incesante, sobre todo de jóvenes y jovenas, que se viene a tomar su capuchino o su pasta de chocolate, tranquilamente. Piden, abonan la consumición, es decir, pagan también impuestos, contribuyen a que los trabajadores que nos atienden cobren su sueldo, consumen libremente lo que les da la gana y se van, tan en silencio como llegaron. Mercaderes de hoy haciendo del mundo un lugar más civilizado, más pacífico.
‘Hay una Pamplona silenciosa que es una marea y a veces se nos olvida porque no mete ruido, dice buenos días, pide su café con un por favor, da las gracias y se va, sin aspavientos’, anoto en mis notas del móvil mientras desando el camino, subo por Chapitela, contra un sol muy agradable. Huele a fresco, a limpio. Cuando te cruzas con esa Pamplona invisible la ciudad parece hasta habitable.
Son las 10:30 de la mañana y el parking que nadie iba a usar está ya lleno de coches, también silenciosos, sin meterse con nadie. Supongo que por eso el alikate Asirón quiere subir de forma demencial las tarifas de este aparcamiento, porque necesita su dosis de que se jodan sin la que tampoco puede vivir. Arrancó y salgo. En Biarritz esperan las pastas elegantes de Pamplona. Y eso es todo.