La única preocupación que ha tenido es implorar a los violentos que su ideología ha amamantado, que no piensen que han sido desalojados por una orden suya.

Para los que no hemos tenido más objetivo en la vida que vivir cómodos —que es algo diferente al lujo, dejémoslo claro, la comodidad a veces está en dormir en un hotel de cinco estrellas y otras veces en comer en un McDonald’s— cuando vemos que un profeta de la incomodidad es devorado por su creación, nos da un gustito mayor que subirnos la manta hasta la barbilla para echar en el sofá una gloriosa siesta dominical.
Es un poco como ver llover desde dentro de un coche, calentito, riendo con un podcast, digamos, el del chalado de Carlo Padial despotricando contra el mundo, mientras te pasa al lado un tarado ideológico de la bici, chorreando. A punto de la caída, porque los ciclistas ideológicos siempre están a punto del porrazo.
Trasmiten una inseguridad tremebunda porque la característica que comparten todos los miembros de este subgrupo subhumano es que no saben andar en bici. Imagínatelo andando en bici con el piso encharcado, el drama que es eso y la comodidad que te da saber que tú estás a gusto y ellos están cambiando el mundo, no sabemos cuál, pero cambiándolo, desde la incomodidad más absoluta.
A mí, ver jodida a gente que decide libremente estar jodida, incómoda, me da mucha paz. Yo qué sé, por ejemplo, uno de Podemos, que se ha dedicado a ascender por la política haciendo escraches, cuando le toca a él ser el escrachado.
Verle puteado, tragando dosis altas de su propia medicina, llamando fascistas a los que le hacen lo mismo que él ha hecho, con la cara desencajada, sin comprender por qué le está devorando el monstruo que soltó para su beneficio propio en mitad de la sociedad; desde mi refugio en un velador de una cafetería de esas pijas de café rico, por deciros un sitio cómodo —ya solo tomo buen café solo— me sosiega el alma.
Es automático, como el último sorbo de la primera cerveza del fin de semana, que te deja más relajado que una benzodiazepina antes del despegue para un viaje largo en avión.
O la de esta semana, que le han ocupado el ayuntamiento de Burlada a los batasunos sus propios hijos.
Lo que más le ha asustado a la alikatesa del partido de la Eta, por eso ha tenido que mandarlo a todos sus medios, es que ella no ha pedido que desalojen a nadie, por dios, yo no soy una facha, han sido las propias encadenadas quienes han llamado a Sos Navarra para que las liberaran.
Me descojono. Se le nota incómoda a la batasuna con esta protesta que le ha explotado en la cara. La única preocupación que ha tenido es implorar a los violentos que su ideología ha amamantado, que no piensen que han sido desalojados por una orden suya. El ataque de pánico de verla tratando de dejar claro a sus cafres que ella no es una traidora, para que no le quemen el chiringuito la próxima vez con una sesión de ultra violencia de kale borroka ha sido mi placer culpable sin nada de culpabilidad.
Leer la noticia desde la distancia sideral y comodísima de un gintonic, mirando al mar en la terracita de ese nuevo hotel que hay en San Sebastián, me ha dado una calma similar a conseguir mear cuando no tienes dónde hacerlo. Qué maravilla, qué relajo, qué placidez, qué comodidad haber llegado a tiempo al servicio estando al fondo de un bar sanferminero petado de peña, mientras la del partido de la Eta angustiada porque sabe cómo se la gastan los suyos, se desgañita para tratar de apaciguarles. Y eso es todo.