- jueves, 05 de diciembre de 2024
- Actualizado 19:55
Me acordaba hace unos días de una foto icónica de Susan Sarandon en Cannes. Está sentada en la barandilla de un balcón, pantalón blanco, las manos en los bolsillos de una chaqueta negra abierta sin nada debajo, al fondo el mar, la melena al viento, despeinada. Guapa, obvio. Sobre la balaustrada pone un pie. Lleva unas zapatillas New Balance de las que tan de moda están ahora.
La foto de la actriz en el festival de cine francés, que no puede ser más actual, es de 1978. Cuando somos jóvenes creemos que hemos inventado algo y en realidad solo lo copiamos, como esas zapatillas. Cada generación es una farsante de la anterior.
En mis tiempos adolescentes nos dio por las botas Dr. Martens. Yo llevé varios modelos de botines negros combinados con parcas militares porque nos creíamos mods en Quadrophenia. También creíamos que habíamos inventado algo, y que éramos el colmo de la modernidad, únicos, hasta que un día, en la casa de mis abuelos, vi una foto de mi padre vestido igual pero mejor, subido en su plateada Lambretta que yo nunca tuve, traje, trenca inglesa encima y gafas de sol de pasta negra. La foto era de años antes de que se rodara la película.
Me pasé a las botas Panama Jack, por eso tan freudiano de matar al progenitor, impactado al darme cuenta de que la copia era yo y el original mi señor padre. Hoy, 30 años después, ha vuelto la marca de los pespuntes de hilo amarillo a primera plana, un poco como farsa también, con esa suela gorda imposible.
El ciclo del éxito siempre es el mismo. Lo petas, estallas como un fuego artificial iluminándolo todo, cegando lo demás, y decaes, apagado contra el suelo, que te entierra y te olvida. Hasta que alguien por lo que sea lo resucita mucho tiempo después creyendo que ha inventado algo. Lo llaman moda y la mayoría de las veces es un misterio: nunca se sabía, cuando todo estaba inundado ya, quién había sido el primero que se ponía a jugar con un yoyó entre clase y clase o traía una peonza para hacerla bailar en el patio.
Está bien ser joven y decir cosas, el Express Yourself que cantaba Madonna en los 80. Es un derecho el expresarse a esa edad, buscar tu propio discurso, a lo que ya no hay tanto derecho es a creer que eres el primero que ha dicho algo, despreciando todo lo anterior, actuando como si antes de ti nunca nadie lo hubiera formulado. Adanismo se llama, e Irene Montero lo practica mucho, creer que antes de ella no hubo nadie que protegiera a las mujeres, por ejemplo. Pobrecitas, más vale que llegué yo a la política, no deja de recordarnos la ministra de igualdad.
A esa actitud adolescente le añade la prepotencia de no asumir que su ley, la ley del sí es sí, lo que ha conseguido es reducir las penas a violadores llegando incluso a sacarlos de la carcel. Es decir, ha desprotegido a las víctimas. Un clásico en la izquierda lo de ponerse de parte del criminal.
Esto no tendría mayor recorrido si el presidente del gobierno, Sánchez, que va de adulto, la hubiera cesado hace tiempo por juvenil y el PSOE no hubiera apoyado esa ley que siempre fue un despropósito. Pero Sánchez, que solo trabaja haciendo cuentas para quedarse un día más en la Moncloa -las mujeres le importan un pimiento en tanto en cuanto no le resten votos-, no lo hará nunca: si la echa se rompe la coalición que le permite veranear en Doñana con helicóptero un años más. Entre lo que sea, su dignidad como político incluida, y su sillón, elige siempre su sillón. Y eso es todo.