- lunes, 02 de diciembre de 2024
- Actualizado 08:30
Buscarle más tiempo al tiempo. Arrancárselo. Intentarlo al menos. De joven piensas que el tiempo está en la noche y trasnochas. Cuando ya eres madurito muchos intentan encontrarlo, el tiempo, más tiempo, madrugando. Tampoco funciona. Ese disparate que se ha puesto de moda y que llaman el club de las cinco de la mañana, no carbura. A esas horas no hay nada, como tampoco había nada a las cinco de la mañana cuando te metías en la cama no para comenzar sino para terminar el día.
Lo sé porque llevo probándolo hace unas semanas, lo de levantarme a las cinco. Me despierto a esas horas, de forma espontánea, y ya no hay forma de volverse a dormir. Me pongo un café, me siento en la mesa de trabajo, abro una hoja en blanco en el iPad, me asomo a ella como quien mira a un abismo y, como decía Nietzsche, el abismo termina mirándome a mí.
¿Y esto realmente qué significa? En el fondo ni idea, que yo de filosofía lo justo, pero en lo formal es de una potencia literaria salvaje. Siempre me he imaginado que tendría la misma puesta en escena que ese travelling más zoom que idea Hitchcock para Vértigo y que luego tan magistralmente usa también Spielberg en Tiburón.
Alejarse mientras te acercas, a una misma velocidad, que traducido es que a las seis de la mañana ya estoy de nuevo con un sueño atroz abrazando la almohada. La felicidad del club de las seis de la mañana: si vuelvo ahora a la cama aún tengo casi dos horas de feliz sueño, el más reparador de la noche.
No hay como obligarte a algo para que el cuerpo, siempre sabio, quiera hacer lo opuesto y retroceda. En mis tiempos de estudiante, el remedio infalible, mano de santo, para dormirse era tener que amanecer temprano para repasar porque tenías un examen.
El error es tomarse la vida como una constante búsqueda más que de la optimización del tiempo, de estirarlo para conseguir que parezca que haya una cantidad mayor; cuando lo que hay que hacer con él es que no agobie, que no estrese. Hay que suprimir el tiempo o que juegue en nuestro bando. Pongan el despertador diez minutos antes de la hora y vivirán más tranquilos. Pongan las reuniones en vez de a en punto a y diez y todo el mundo llegara a su hora, relajado.
En uno de esos arranques míos de optimismo, decidí ir ayer a esa librería tan coqueta que hay en Biarritz y que aún guarda la estructura de la antigua boutique-taller que montó Coco Chanel hace más de un siglo en ese local, para comprarme en francés el primer volumen de En busca del tiempo perdido, la obra faraónica de Proust. Al llegar y mirar en el escaparate, el escaparate me devolvió la mirada y me dijo, a dónde vas, chanante, y lo dejé pasar. Me hice con Vuelo nocturno de Saint-Exupéry, más humilde, a juego con mi actual nivel de francés, lo metí en la mochila, me puse el casco y despegué de nuevo.
Ahora que ha muerto Françoise Hardy -bendito sea Dios qué bellezón tan fuera de su tiempo, como de otra época mucho más futura-, hagámosle caso y tratemos de ensanchar el tiempo, que es lo contrario a estirarlo. Ese tiempo, como su canción que tarareaba yo ayer en homenaje conduciendo en moto por la costa francesa de Biarritz a Hendaya, pasando por Guéthary y San Juan de Luz, de los amores, los amigos y la aventura. Y eso es todo.