• domingo, 08 de septiembre de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Lectura de verano: moderadamente contento con 'El descontento'

Por Javier Ancín

Todos miramos de forma diferente al mar cuando lo podemos hacer desde nuestro alojamiento. A mí me gusta más hacerlo de noche, con un faro a lo lejos iluminando a intervalos la nada, creando un camino de luz que se adentra en el horizonte.

El aire acondicionado zumba a pleno pulmón, fuera el sol deja una luz arenosa típica de los días de calor. La calma chicha, la felicidad de las siestas con sudario, las olimpiadas de fondo en la tele, un libro sin pretensiones en las manos. El verano es una delicia y si odias el verano es que odias la vida.

El calor nos iguala, como la muerte, que tarde o temprano también nos alcanza por igual a todos. O algo así. Mirar el mar desde la ventana, en cambio, nos diferencia, nos particulariza. Todos miramos de forma diferente al mar cuando lo podemos hacer desde nuestro alojamiento. A mí me gusta más hacerlo de noche, con un faro a lo lejos iluminando a intervalos la nada, creando un camino de luz que se adentra en el horizonte. A otros, yo qué sé, contando los parpadeos de las olas que efervescentes y curvas como pestañas con rímel van llegando a la orilla.

Triunfar en la vida es tener un balcón desde donde contemplar el prodigio. Un balcón y un verano. Me acordé de una amiga que tuve, abogada, trabajadora en uno de esos bufetes de éxito -¿qué es el éxito?- que hay por el mundo. Un domingo de principios de agosto parecido a ayer, que también era domingo de finales de julio, me pidió que le acompañará al edificio hermético donde pasaba las horas. Todas las pertenencias que acumulaba en su cubículo de trabajo las fue metiendo dentro de dos cajas de cartón, como en las películas, mientras yo miraba las mesas de sus compañeros, sorprendido de las fotos pegadas en las mamparas que separaban unas de otras.

La mayoría de ellas eran de paisajes con mares de fondo. Todos aspiraban a progresar en esa colmena, sin apenas ventanas, para acumular un buen puñado de pasta, poder dejar de trabajar e irse a ver el mar para siempre, el mismo mar que veo yo ahora desde el balcón, sin haber pasado por ese viacrucis laboral. El triunfo tiene que parecerse mucho a este atajo, pienso, y me siendo la persona más afortunada del mundo.

Cuando miro el mar, me doy cuenta de la suerte que he tenido de saltarme ese paso desde el principio, el de amasar una cantidad ingente de dinero, el de pegar una foto frente a mi mesa para tener la ficción de estar donde no estoy, porque nunca tuve vocación alguna ni alma abnegada como para jugar a las oficinas, expresión que constantemente sale en el libro que estoy leyendo: El descontento. Una novela que va de aires acondicionados, grandes ciudades, veranos, oficinas de triunfadores fracasados y ansiosos, solitarios, y mucho Orfidal, cantidades obscenas de tranquilizantes.

Todo el mundo hablaba de la escritora Beatriz Serrano y había que leerla. Aunque te deja en el cuerpo esa sensación de una colchoneta no tan tensa como debería, sin llegar a sentirla deshinchada, cuando ves una peli de moda que te la han recomendado por todos los flancos y pese a tener todos los tópicos del género de salir por patas de una vida que te repugna -has llegado donde te dijeron que estaba el éxito y no hay más que infelicidad-, se deja leer con más gloria que pena. El típico libro de piscina, de hamaca bajo la sombrilla playera, de siesta en el sofá con toalla sobre la tripa, aire acondicionado, camiseta, bañador, chancletas y las olimpiadas de fondo. Calidad de vida, que titulaba en una de sus novelas también veraniegas Ramón de España. Oye, ni tan mal. Y eso es todo.

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