No hay como salir de Navarra —donde está secuestrada para que no la conozcamos— para empezar, por fin, a descubrir la Navarra libre.

Madrid es un conglomerado de identidades, generales y particulares. A quienes nos gusta Madrid es porque te permite perderte de ti mismo, de lo que fuiste, dejarlo atrás, olvidarte. Recuerdo que cuando viví en mi añorado Chamberí, muchas mañanas, camino del curro, me cruzaba con un conocido de Pamplona, del cole. No habíamos sido compañeros, pero a fuerza de años en el mismo centro acabas conociéndote. Figurantes de tu vida, paisaje, decorado, sin más.
Le saludé la primera vez en plan: anda, mira, tú por aquí, casi divertido, cómplice, sin más ganas de entablar conversación, ni relación, ni nada. Y el tipo me devolvió una cara de fastidio, de desgana, de zozobra inmensa y devastadora. Como diciendo: mierda, me han descubierto. Yo aquí he venido a ser otro, no a cruzarme con mi pasado.
Quería ser otro él, más intrépido, más dicharachero, más triunfador, diferente. Aquí podía tener menos vergüenza. Más libre. No quería ataduras con el ayer, parecía decirme su mirada y su leve resoplido. Aunque el vínculo entre nosotros fuera tan tangencial, ya no me atreví a saludarlo más. Esto no es el pueblo, chaval, que nos conocemos todos, pareció decirme. A Madrid muchos hemos venido a desconocernos, a empezar de cero, a ser como siempre habíamos soñado ser y no nos atrevíamos.
Desde entonces, si nos cruzábamos, ni nos mirábamos.
Era gay, sin más. Para que nadie se haga películas raras. Todos lo sabíamos menos él, que trataba de disimularlo. Buen camino.
Pero también puedes ir a Madrid a recontarte con todo ese pasado que eres, eso que algunos llaman raíces, de una forma diferente. Más sana, menos asfixiante, más pura, más luminosa. Mucho más pacífica. Yo, en Madrid, me he sentido más navarro, más de Pamplona, que en ningún otro lugar del mundo. La he conocido mejor allí, encontrándome con personajes que en la propia Navarra pasan inadvertidos.
Hay un Madrid muy navarro. Solo hay que rascar, y brota. Supongo que como habrá un Madrid muy extremeño, o murciano, o catalán. Que también hay un Madrid muy catalán. La única vez que me he comido una calçotada fue en un restaurante catalán en Madrid. Vasco ni te cuento: directamente Madrid es la cuarta capital vasca. A veces dudo si no es la tercera, tras Bilbao y San Sebastián, relegando a Vitoria al último puesto.
A lo que iba, que como siempre venía a hablar de una cosa y he terminado hablando de otra. Hace unos días estuve de visita en casa de uno de esos navarros ilustres que en Navarra no tienen reconocimiento alguno, pero que en Madrid poseen hasta un museo nacional con su nombre. Si paseamos por Serrano, al principio, haciendo esquina con María de Molina, nos topamos con su mansión: el hoy Museo Lázaro Galdiano.
José Lázaro Galdiano, nacido en Beire en 1862 y muerto en Madrid en 1947. Financiero, empresario, abogado, intelectual, editor… uno de los coleccionistas de arte más importantes que ha tenido España.
Qué joya, tú. Todo. El propio edificio y las colecciones que alberga. Goyas, Boscos, Grecos, hasta un Velázquez… y eso solo en pintura.
No hay como salir de Navarra —donde está secuestrada para que no la conozcamos— para empezar, por fin, a descubrir la Navarra libre. La Navarra que hace cosas. La Navarra importante. La Navarra que merece la pena. La Navarra de los navarros. Y eso es todo.