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Opinión / A mí no me líe

Crisantemos y cipreses

Por Javier Ancín

Vivir a la larga siempre es perder. Hasta que los que nos perdemos somos nosotros. Quizás seamos afortunados y alguien nos lleve flores a nuestra memoria

Varias personas llevan flores a sus sere queridos durante la celebración de Todos los Santos en el cementerio de Pamplona. PABLO LASAOSA
Varias personas llevan flores a sus sere queridos durante la celebración de Todos los Santos en el cementerio de Pamplona. PABLO LASAOSA

1 de noviembre. Los cipreses están todo el año, como cariátides soportando la techumbre del cielo. Los crisantemos solo por estas fechas, que comienzan a florecer en otoño. Todo es parte de la misma idea. Los árboles nos recuerdan el infinito, lo general, ascendiendo, Stairway to heaven, como la canción de Led Zeppelin. Las flores nos llevan a lo finito, lo concreto, que siempre son para el recuerdo de una persona particular. Cuando uno compra un ramo el día antes de Todos los Santos siempre es para una tumba única, singular, exclusiva.

Me encontré ayer por la noche un reguero de pétalos de crisantemo por el pasillo que va desde el garaje al ascensor. Blancos, parecían lágrimas, como si Pulgarcito hubiera ido dejándolos caer para que no se nos olvide el camino que es la vida: naces, creces, algunos se reproducen y, bueno, ya sabes, te desvaneces, como una nube de polvo que se lleva la brisa.

"Te deslizas como si fueras de viento y al contacto con mis dedos te desvanecieras", tarareé sin separar los labios, mientras esperaba.

Dentro del ascensor formaban un montoncito pequeño. No quise ir parando en cada piso para ver en qué puerta se había metido ese ramo que uno a uno iba soltando sus pétalos, como lágrimas serenas.

Cada uno tenemos en quien pensar, y me han vuelto a venir más letras de canciones, que canturreé distraído, melancólico, buscando las llaves, "y no he vuelto a pensar en ti hasta que he llegado a casa y ya no he podido dormir como siempre me pasa". Vivir a la larga siempre es perder. Hasta que los que nos perdemos somos nosotros. Quizás seamos afortunados y alguien nos lleve flores a nuestra memoria.

En nuestra cultura llevamos crisantemos a los cementerios, en Japón, a las celebraciones, porque simbolizan la felicidad.

A lo mejor no es tan contradictorio. Recordamos los momentos felices. Nadie cuando va a morir se acuerda de los momentos tristes, ni las malas personas que se han cruzado en su vida ocupan sus últimos pensamientos. Lo vimos en los mensajes que los pasajeros mandaron desde los aviones el 11-S.

Lo volvimos a escuchar en las inundaciones de Valencia, en ese audio de una farmacéutica que, cuando creía que iba a morir, con el agua al cuello, grabó para su pareja e hijo diciéndole que eran lo mejor que le había pasado en la vida, que se lo recordara siempre al bebé que acababan de tener, que su mamá lo querría siempre.

Cuando va terminando La Gran Belleza, Jep Gambardella, bajo un día de luz inmenso, cruza en un barco la laguna Estigia. A Caronte no se le ve, solo el barco, majestuoso. Quizás Caronte sea la anónima tecnología, yo qué sé.

Al final todo termina con la muerte, o no, que quizás comience ahí la novela, se oye pensar a Jep, pero antes, antes, siempre hubo vida. Y eso es todo.

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