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Opinión / A mí no me líe

El verano siempre se está acabando

Por Javier Ancín

Siempre tenemos la sensación de que está llegando a su fin porque el momento con más luz del año es su primer día. Es decir: el verano empieza en la cima, en su plenitud, y desde ahí solo le queda descender, apagarse, disolverse en el calendario.

Unos niños juegan en la 'fuente de chorros' de la Plaza de Yamaguchi durante la primera ola de calor del verano en Pamplona. IÑIGO ALZUGARAY
Unos niños juegan en la 'fuente de chorros' de la Plaza de Yamaguchi durante la primera ola de calor del verano en Pamplona. IÑIGO ALZUGARAY

Creo que he resuelto el enigma. Llevo años dándole vueltas a por qué me angustia el verano. O mejor dicho: que se acabe el verano. No quiero que termine, quiero que sea eterno, que siempre sea verano. Y sin embargo, ese deseo me impide muchas veces disfrutarlo, como al crío que deja que el helado se le derrita entre los dedos por miedo a acabárselo. Como el músico alemán que muere contemplando la belleza de Tadzio, sin catarla, en su hamaca frente al mar, en la novela Muerte en Venecia, mientras el verano va cerrando sus postigos, vaciándose de turistas el balneario del Lido, ante el avance de una epidemia de cólera que lo arrasa todo con una sorprendente dignidad.

Chapu Apaolaza dio magistralmente con el diagnóstico en un artículo publicado el 26 de julio de 2018: El verano siempre se aleja de nosotros porque siempre se está acabando.

Siempre tenemos la sensación de que está llegando a su fin porque el momento con más luz del año es su primer día. Es decir: el verano empieza en la cima, en su plenitud, y desde ahí solo le queda descender, apagarse, disolverse en el calendario. Van cayendo una a una las estrellas, como en el verso de Javier Echávarri, hasta que ya no queda nada allá arriba que no sea oscuridad: recuerdo y melancolía.

Lo único bueno que tiene un verano frío y soso como el que estamos transitando es que al menos no nos dan la turra con el cambio climático/klimatua kambiua. He perdido la cuenta de cuántas noches llevo ya sentado apaciblemente en una terraza de la plaza del Castillo, obligado a dejar el Colacao con gotas a medias y marcharme a casa porque se me ha olvidado la chaquetica por si refresca.

Y refresca. Sigue refrescando. No ha dejado de refrescar nunca. Hasta unos niveles delirantes para las fechas de julio en las que nos movemos. Si hay algo que pone en entredicho el cambio climático/klimatua kambiua, es el refranero. Apostaté de la sabiduría heredada de nuestras abuelas, fruto de siglos de observación minuciosa, y abracé las nuevas instrucciones del comité de expertos en profecías apocalípticas progresistas, creyéndome muy moderno. Y aquí me tienen: atravesando la vuelta del Castillo a las diez de la noche como quien transita por la tundra, con más espasmos que el malogrado Ozzy Osbourne. Mama, I’m Coming Home… si no me quedo crionizado antes de llegar a Iturrama.

Tiritar en julio es una de las cosas más tristes que te pueden pasar. Otra es morirte, claro, aunque sea por todo lo alto, como el bueno de Ozzy, que organiza un último concierto para 45.000 almas descarriadas, voz sorprendentemente entera, y menos de tres semanas después —cuando ya ha desaparecido de la boca el regusto a helado de pistacho (el mejor lo sirven en Casa Mira, Málaga, pero acepto otras sugerencias musicales)—, cascar apaciblemente. Setenta y seis años. Con dos cojones de toro de Osbourne.

Y aun así, volveré esta noche a una terraza de Pamplona, con el viejo abrigo de paño marinero de Guetaria si hace falta, subidos los cuellos, confiando en que esta vez sí: que el verano se quede un rato más, que no se me derrita del todo el helado, que no caiga todavía esa última estrella de whisky en mi Colacao. Porque, aunque el verano siempre se está acabando, seguimos saliendo a su encuentro como si acabara de empezar. No queda otra. A esta vida, hemos venido a veranear. Y eso es todo.

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