• viernes, 19 de abril de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

El dolor es mío

Por Eduardo Laporte

El atentado de Barcelona deja un amargo regusto en redes sociales plagadas de yoísmos impertinentes.

Velas, dibujos y muñecos en recuerdo de las víctimas del atentado de Bacelona. EFE
Velas, dibujos y muñecos en recuerdo de las víctimas del atentado de Bacelona. EFE

Algunos recordarán a aquella Fresita de la tropogésima edición de Gran Hemano que clamaba aquello de «¡Salou es mío!». Me hacía gracia porque, tras tantos veranos en Salou, yo también consideraba que Salou era mío. Luego maduré y entendí que Salou era también de tantos miles de navarros que veraneaban allí, así como vascos, zaragozanos y guiris del mundo entero.

Cuando la tragedia del tren descarrilado en Santiago, en el verano de 2013, una amiga gallega nos echó en cara, a mí y a otros dos amigos, que no le hubiéramos preguntado nada tras la catástrofe. Mal hecho, aunque no lo hicimos a mala fe sino que más bien por despiste, o dimos por hecho que estaba bien. O, lo peor de todo, no asociamos el accidente con ella. Se nos olvidó. Se mosqueó, ya digo, porque en realidad estábamos pasando un poco de ella y a veces da la sensación de que estas tragedias generan no tanto un duelo por los muertos sino una inoportuna ocasión de reivindicarnos. Un río revuelto ganancia de pescadores que se traduce en un quiéreme más, hazme caso, ponme más likes. Y nada menos insolidario con las víctimas que ese ponerse en el foco. El necroselfi.

Tras los atentados de Barcelona y Cambrils del pasado 17 de agosto, no tardaron en ponerse en marcha los aparatos de solidaridad 2.0, que si en algunos casos son un bálsamo de cariño necesario para mitigar el horror de lo acontecido, en otras ocasiones tienen un tufillo extraño que les priva de su original valor. Sustituida la religión, con sus siglos de metodología, como método de encontrar algo de alivio al dolor, la sociedad expresa como puede, con torpeza, sus condolencias, creando a menudo monstruos más que caricias.

Y, a menudo, lo que se supone una muestra de cariño, acaba siendo otra razón para hablar de mí, Salou es mío, y tomar una vela en un entierro al que nadie te ha invitado. Entre algunos comentaristas habituales de Facebook, sagaces por lo general, aprecié esa pulsión de remarcar lo barceloneses que eran, lo bien que conocían las Ramblas, sus calles, bocacalles y las salidas de incendios de los grandes y pequeños almacenes favoritos de los guiris. Pues muy bien.

Una extraña ostentación del hecho de ser de Barcelona, como si a Barcelona la hubieran atacado no sé, por ser una ciudad que se opone a las prácticas más chungas del capitalismo salvaje, que regula la entrada de turistas en pos de una vida ciudadana más sostenible o que fomentara la cohesión entra las distintas sensibilidades políticas que la definen. Pero no, a Barcelona la atacan por ser un nodo fundamental de occidente, por ser la capital del turismo, por ser esa Babilonia que caricaturizan poetas como Jordi Corominas. Así que tampoco entendí esa ostentación de la barcelonez más allá de un provincianismo connatural al ser humano, siendo uno nato en Barcelona o en Ciudad Rodrigo.

ÑOÑERÍA YOÍSTA + INSTITUCIONALISMO WANABI

Cuando han aplastado cabezas de niños de tres años con el pavimento antes naíf de las Ramblas. Cuando a un padre italiano le han explotado las costillas, en el mejor de los casos, contra el parachoques de una furgoneta del demonio, al salvar a su hijo pequeño. Cuando una pareja norteamericana quedaba desmembrada para siempre por la muerte de él, en el primer aniversario de bodas, en el absurdo momento en que buscaban unos servicios públicos tras tomar un refresco en una terraza de la zona.

Cuando estas personas se encontraron de una manera tan tonta, inesperada, casual y por tanto más horrible e injusta aún con la muerte. Cuando unas cien personas han quedado heridas de por vida (hay heridas psicológicas que no sanan nunca), muchos de mis contactos de Facebook relataban ñoñamente el amor que sentían por Barcelona, hacían ripios con Serrat y ensayaban lemas de exigua vida con tal de engordar su ego a base de likes. A la delirante plataforma HazteOír le debería seguir una más sensata llamada HazteCallar y una más necesaria aún como HázteloMirar.

Como una tal Almudena —que no me lea por favor— que quedaba tan pancha al reconocer que, sí, se llamaba Almudena, había nacido en Madrid, pero que ese día era más catalana que la senyera. A JFK le perdonamos esa horterada del Ich bin ein Berliner, porque era guapo, fue el primero en decirlo y fue oportuno. Pero no todos somos JFK. Y luego está esa identificación con Cataluña, mensajes en catalán macarrónico de Google Translate, cuando los muertos son australianos, canadienses, argentinos, portugueses y etc y, como se ha dicho ya, el atentado ocurrió en Barcelona no por ser catalana esta sino por ser un lugar concurrido, más occidental que la Coca-Cola y con proyección mundial. O esas llamadas machoálficas al orden de un escritor catalán, ex Mosso d’Esquadra por cierto, en plan callaos todos, hostias, esto es serio, o me pongo a bloquear a toda la basca.

El usuario medio de redes sociales, en estos desgraciados casos, torna en una suerte de figura política diseñada a su medida y se dedica a mandar condolencias al estilo telegráfico como si fuera algún miembro del cuerpo diplomático del país atacado. Ganas de ser concejal, alcaldés, representante de No Sé Qué, alguien importante. Porque Facebook tiene mucho de eso, de broma, de plataforma caótica con poetas que se llaman así mismos poetas y de ciudadanos que con tal de acumular cuatro likes, esa droga moderna, nos obsequian con un más difícil todavía de chorradas sonrojantes que no sé cómo no las censura Facebook y sí los pezones.

Los atentados tan violentos como este, y este lo fue —más que nada por las limitaciones de los perpetradores—, me dejan muy mal cuerpo. No me voy a poner ahora de ejemplo de nada, pero mientras las Ramblas permanecían aún con los restos mortales de las víctimas, el espectáculo chorripatético de las redes me estomagó aún más la desagradable sensación, el impacto, de esa violencia desquiciada. Crece en mí la sensación de que vivimos en una distopía estridente, con las redes sociales como cómplice del taimado guionista que la ideó.

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