- martes, 03 de diciembre de 2024
- Actualizado 20:58
No sabemos cómo cantaba Julián Gayarre, pero sí cómo tocaba el violín Pablo Sarasate. Porque el músico pamplonés llegó a grabar, en aquellos discos de pizarra, algunas de sus composiciones emblemáticas. Un Paganini de la calle San Nicolás que actuó en la Nueva York de finales del XIX y que disfrutaba de un gran vagón de tren para él solito, servicio aparte, en sus giras americanas.
Leyendo ‘Julián Gayarre, de Roncal al mundo’, que acaba de sacar la editorial pamplonesa Eunate, asumo que el ilustre tenor pertenecía a un antiguo régimen. Un mundo no ya analógico sino off the record, o sea, previo a la grabación sonora. Antes de la imprenta, la palabra ya se podía reproducir, el infinito en un junco, aunque fuera de manera artesana y laboriosa, pero el sonido no se pudo inmortalizar, para posteriores escuchas compartidas, hasta antes de ayer.
Sarasate, que llegó a actuar con Gayarre, forma parte ya del mundo tecnológicamente moderno. Alcanzó a colarse en siglo XX, con sus adelantos, sus grabaciones, como esa jota navarra que escuché, con gran delectación, una víspera de Reyes, en compañía del único sobrino-nieto vivo del genial violinista. Movido por un proyecto de biografía que quedó en el aire, me planté en casa de don Javier Trías de Mena con la excitación de conocer al pariente más cercano del músico. Su yerno, Javier Nicolay, me puso todas las facilidades para aquel encuentro-entrevista, y otras posteriores charlas que mantuvimos por teléfono. Y eso que don Javier alcanzará en 2021 los cien años y cuando la Guerra Civil era ya un muchacho de quince años.
¿Cuántas veces habrá escuchado a su famoso tío-abuelo? Porque Javier Trías de Mena es hijo de María Mena Sarasate, hija a su vez de Francisca Sarasate, una de las tres hermanas del violinista, escritora adelantada a su tiempo, por cierto. Don Javier es el único y el último habitante de Navarra entera que puede permitirse el lujo de referirse a Sarasate como «el tío Pablo». Si bien es cierto que no lo conoció, pues nació trece años después de su ¿misteriosa? muerte en Biarritz, lo incorporó tanto a su vida como si en efecto se hubiera dado una relación tío-sobrino. Creció entre sus partituras, cartas y las memorias que su madre llevó a cabo y que servirían de material para que otro miembro de la familia, Natàlia Trias Barco, compusiera una de las biografías más relevantes sobre el particular.
Javier Trías de Mena se convertiría, por linaje y conocimientos, en una voz autorizada sobre el universo Sarasate. Voz, si se me permite, ya debilitada por el paso del tiempo, que me hizo agudizar el oído hasta el extremo cuando, en unas de nuestras conversaciones telefónicas, intuí que me podía confirmar la gran exclusiva musical del siglo, tras tirarle yo de la lengua. «Hay cosas que no se pueden contar…». ¿Y si Pablo Sarasate no hubiera fallecido de bronquitis enfisematosa? Se despidió del mundo con apenas 64 años, un 20 de septiembre, pero en los Sanfermines de aquel año no había tenido problema en actuar en Pamplona. Entonces, ¿quién mató a Sarasate?
Estas elucubraciones no serían tanto delirios de un escritorzuelo montaraz, sino una hipótesis más o menos fundada que el propio Javier Trías de Mena deja caer en un interesante documental. Quien vea ‘Sarasate, el rey del violín’ comprobará que los hechos apuntados sugieren un final no tan sencillo como los de la versión oficial. Aquellos prohombres de la cultura y la política que condujeron aquel cadáver exquisito hasta el cementerio de Pamplona nada podían sospechar. Pero, conforme pasa el tiempo, considero que las extrañas circunstancias que rodearon la muerte de Sarasate alimentan hipótesis nada estrafalarias que, sin embargo, a nadie parecen importar. Ni siquiera a la nutrida plantilla de escritores y novelistas con los que cuenta ahora nuestra letrada Navarra. El tema me queda grande. Ojalá alguien recogiera el testigo.
LA HERENCIA Y LOS MORATONES EN EL CUELLO
¿Por qué mata la gente? Por amor y/o por dinero, básicamente. Sarasate, que venía todos los Sanfermines a tocar a Pamplona pero que vivía en su villa de Biarritz, mantenía una estrecha relación con Otto Goldschmidt y su mujer, Berta Marx, judíos ambos que le hacían de agente y pianista, respectivamente, organizándole las giras mundiales y de paso llevándole los dineros. Porque, como apuntaba el yerno de don Javier, Sarasate era tan generoso como desprendido con los temas pecuniarios. En su testamento, dejaría su flamante Villa Navarra a la hija de la pareja, Bertina Goldschmidt, privando a su familia de tan glorioso patrimonio, con su pérgola, su pabellón de música y su inmejorable situación, a tiro de piedra de la playa y del majestuoso hotel du Palais de aquel Biarritz que se erigía entonces en capital del turismo mundial de lujo.
«Hay cosas que no se pueden contar», me repetía don Javier, aunque él ya había contado, o insinuado, algo en aquel documental: como que Pablo Sarasate murió con unos sospechosos «moratones» en el cuello. En el libro de Natàlia Trías se citan esos moratones, «a ambos lados de la garganta», que no se correspondían con la evolución de la enfermedad. Cuestiones burocráticas impidieron que nunca se realizara una autopsia. En dicha biografía, se refieren también las «cláusulas de última hora» y las «presiones» que sufrió Sarasate para introducir los cambios finales en el testamento. Tanto como para pensar que las escribió el propio Otto Goldschmidt, el más interesado en que el glorioso violinista se fuera al parnaso musical lo antes posible. Una familiar de Sarasate diría de él cosas como: «El judío alemán, que era el administrador o secretario de Sarasate, arruinó a mi madre y a mi abuela, y se llevó 60.000 francos de oro que le había dejado a mi abuela».
Aquí hay tema para una novela. O para una investigación. O para las dos cosas. El título, que suele ser lo más difícil, ya lo tenemos.