Amistad es una palabra que tiene cientos de buenos momentos.

Hubo un tiempo en Pamplona en que los chillidos infantiles sobrevolaban, imbatibles, por la avenida Galicia y las risas resbalaban por las paredes del colegio de Santa María la Real, Maristas, como salidas de un cuento.
Las batas escolares simulaban ser capas y las rodillas regresaban a casa amoratadas de un patio de colegio que cobraba vida a las horas del recreo y de la salida de clase.
Todo era infancia e ilusión.
Los hermanos maristas convivían en las aulas con el resto de docentes en aquellos años de principios de los ochenta donde centenares de pueriles estudiantes descubríamos a un beato (hoy ya santo) llamado Marcelino Champagnat.
En mi recuerdo se albergan muchos lugares de aquel centro docente como el cine; los baños; la iglesia; el pasillo aquél con aquellos animales disecados; las clases con sus amplios ventanales y temida pizarra junto a la que se alzaba, altiva, la mesa de madera del profesor o profesora; la cafetería y los bocadillos de María Jesús; los vestuarios; el gimnasio…
Inolvidables docentes como… don Jesús, don Pedro, ‘la’ Carmenchu, ‘el’ Calero, Janices, el bueno de Ubani, Andrés, ‘el’ Efrén, mi querido Félix, Blanca, Mariluz…
Pero si hay algo que el tiempo no puede olvidar es a mis amigos y amigas, así como a mis queridos compañeros de clase con los que a día de hoy mantengo relación y a otras y otros tantos que aún no viendo, ya que la distancia me lo impide, se alojan en mi corazón y doran mis sentimientos.
Y así, esta bendita generación del 76 quiso reunirse este pasado fin de semana en una comida, que bien me consta que fue maravillosa, para evocar aquellos tiempos pasados que nunca podremos olvidar.
Esas inolvidables risas que un día nacieron juntas volvían a reunirse una vez más.
Porque cuando el amor, la infancia y la adolescencia retornan al pasar de los años solo pueden transformarse en un eterno regalo envuelto en alegría y nostalgia.
No me hace falta saber que la comida se hizo cena o algo similar.
Hace un tiempo paseaba junto a mi mujer por la avenida Galicia y descubríamos que mi colegio, aquel por el que resbalaban las risas y aprendí a tocar la flauta y la tabla del nueve y otras cosas que más conviene no recordar se convertía en unos preciosos y cómodos apartamentos.
Hoy tengo una hija de 16 meses.
Está descubriendo por vez primera la caída clara de las hojas y la estrella que brilla, desvelada, en la noche y hace unos meses algo así parecido al tesoro verde que esconde la primavera.
Y ya ves, me gustaría que cuando tenga cincuenta años o casi los esté tocando se reúna con sus amigas y compañeros de toda la vida y vuelvan a abrazarse esas sonrisas y sentimientos que nacieron para nunca más separarse.
Algo similar a lo que ocurrió este fin de semana con unas mágicas personas que vienen a llamarse, Maristas 76.