Desde su privilegiada colina observa la miseria de los habitantes de la ciudad, pues la pobreza que antes desconocía se convierte ahora en su dolor y cada noche llora de impotencia por no poder ayudarlos.
No sé si ustedes han leído el precioso cuento de Oscar Wilde titulado El príncipe feliz.
La historia versa sobre una majestuosa estatua de un príncipe que domina la ciudad. El monarca había tenido una vida fácil y lujosa, despreocupado completamente de lo que pasaba más allá de los muros de su castillo.
Ahora, sin embargo, se encuentra atado a esa escultura inmóvil y suntuosa, bañada en oro y con piedras preciosas, pero ya no es feliz. Desde su privilegiada colina observa la miseria de los habitantes de la ciudad, pues la pobreza que antes desconocía se convierte ahora en su dolor y cada noche llora de impotencia por no poder ayudarlos.
Un día, una golondrina que pasa por la ciudad camino a otro lugar se refugia a los pies de la estatua para pasar la noche. Cuando ve la tristeza de esta, se compadece y accede a ayudarla, aunque sabe que no tiene mucho tiempo, ya que el invierno ya está aquí y ella tiene que emigrar a tierras más cálidas donde sus compañeras la esperan.
La golondrina, guiada por el Príncipe, va arrancando todos los materiales preciosos que lo cubren para llevarlos a las personas que lo necesitan.
Una lección de humanidad, amor y generosidad.
El monumento de Carlos III el Noble localizado en la confluencia entre la avenida homónima y la Plaza del Castillo me evoca, salvando las distancias, a este cuento.
Supongo que la estatua advierte cada noche cómo camina por el cielo la luna de octubre y, entre luchas de luces y sombras, espía el paso errante de las almas nocturnas de una ciudad que poco o nada se parece a aquella del siglo XV.
Ya no es ayer sino mañana, querido Carlos.
El siglo XXI se ha apoderado de nosotros.
Me gustaría saber cómo nos ves desde tu peana, corriendo de lado a lado en este otoño que no alcanza a encontrar la salida en el invierno.
En este mundo que ya solo entiende de lo inmediato y que no sabe esperar ni pararse a admirar si se ha descolorido la rosa o si revolotean alegres los pájaros de pálidos colores.
Lo sé, amigo Carlos.
Pasean y pasan taciturnos los moradores de esta ciudad tuya, destilándose sus vidas como párvulas mieles y soñando tristes fantasías abiertas a no sé qué vergeles.
Eso sí.
Puedes estar tranquilo, pues tus burgos duermen unidos tal y como los dejaste y, aunque las batallas políticas se siguen lidiando, ya no discurre la sangre de aquel doliente pasado.
Ya arriban los vientos cenicientos.
Quizás una golondrina en forma de lejano poeta se pose pronto sobre tu capa soñadora.
Déjame entonces, querido Carlos, que te diga que no tienes por qué dar tu privilegio ni tu corona ni tu capa a ninguno de nosotros para sentirte dichoso.
Te quiero vivo vigilándonos cada mañana, pues nos hace falta recordar que hubo un tiempo en el que la nobleza y la unión se trabajaban cada día y que tuvimos y tenemos un rey feliz que vela eternamente por nuestra memoria.