El sábado me di un paseo a la hora del té de los ingleses, -de los ingleses sobrios. De los que lloran por la cagada del brexit- por una Pamplona otoñal en lo climático y en lo anímico.
- miércoles, 04 de diciembre de 2024
- Actualizado 10:11
El sábado me di un paseo a la hora del té de los ingleses, -de los ingleses sobrios. De los que lloran por la cagada del brexit- por una Pamplona otoñal en lo climático y en lo anímico.
Hacía fácil 20 años que no entraba en la librería Universitaria, si es que realmente alguna vez lo hice y no es una creación de eso que llamamos memoria, que a saber, pero muertas todas las librerías apolíticas de Pamplona, es hora de explorar nuevos territorios donde surtirse de libros.
Me divierte entrar en lugares donde mi vestimenta no pega y ver cómo me miran. Llevar la chaqueta Barbour de la moto en un bar aberchándal y recibir esas miradas de asco de este qué coño ha venido a hacer aquí. Ponerme la parca M65 que tengo (la de De Niro en Taxi Driver, para entendernos) con más mili que el cabo de Machichaco, camiseta negra, barbas de mil días –volviendo del Vietnam, o yendo. Siempre- y descubrir el temor en los ojos acompañado del ay Dios, a ver por dónde nos la lía este.
Mi experiencia de años me dice que con los aberchándales es imposible derribar el muro. No hay empatía posible. Con los conservadores la empatía se forja a través de un trato educado, nada extraordinario: por favor, gracias y dirigirse a tu interlocutor de usted. Con eso es suficiente para conectar.
Esto de la tolerancia es una cosa curiosa. Llevo media vida experimentando, para buscar sus límites. Mi conclusión es que los rojos siempre se creen más tolerantes que los de derechas pero no es verdad. Cuando entras vestido de, simplificando, facha en un lugar de rojos recoges odio, asco, superioridad moral, ya sabes, ese salvoconducto que tiene la izquierda para que, haga lo que haga, siempre se cree que está haciendo un mundo mejor o salvando la ballena.
Si entras vestido de rojo estereotipado en un sitio de conservadores cosechas no sé si miedo pero si cierto temor. Uno es un mecanismo ofensivo, de ataque, y el otro defensivo, de conservación.
A lo que iba. Me compré “Comimos y bebimos”, un diario hedonista de Ignacio Peyró repleto de belleza, vida, copas y platos. Huele bien y sabe mejor. Sus páginas son un placer que se leen por los labios. Llevarlo en el bolsillo del chaquetón me pareció un alivio, en estos tiempos tan feos, como el que siente el ansioso que lleva un Trankimazin en la cartera ante la perspectiva, siempre presente, de enfrentarse a un ataque de pánico.
Luego saqué fotos del gris del cielo y del gris del alma de Irroña: esa calle Bosquecillo sin coches y sin acabar, la peatonalización de un cementerio es aquello. Si tuviera un Benlliure sería románticamente patética pero como no lo tiene es solo cutre. O la calle Navas de Tolosa, donde están los edificios más bellos de la ciudad pero sin aceras, con hormigón tosco que todo lo afea por suelo. La mafia utiliza cemento así para ocultar cadáveres en las películas. Por comentar, señor alcalde.
Continué hasta la plaza del Castillo, quería cruzarla en diagonal, buscando un garito por lo viejo donde tomar un café y leer un rato. Pero ahí estaban, alrededor del kiosco, los llegados de Alsasua, manifestándose en apoyo a los condenados por hostiar a funcionarios públicos y apalear a las mujeres que iban con ellos. Les acompañaban dos diputados de ERC, Tardà y Rufián, en la manifa muy floja de asistencia -pero muy floja- que tenían montada.
Estos dos después se grabaron un vídeo imitando una imitación de Rosalía en TV3 y nadie les importunó, ni el paseo ni la gilipolluá frente a la Casa de Sabicas. Calle del Carmen, vendrían o irían de la Herriko con be y o Taberna. Vaya par de tolais. En fin. Cuando se aburrieron supongo que se habrían vuelto todos al pueblo. Sin escolta policial.
Aquí nadie llenó de mierda la plaza del Castillo para que no pudieran montar su akelarre, ni nadie sacó la motosierra para amenazarles con cara de psicopatía, ni nadie apedreó sus vehículos, ni nadie se puso frente a ellos a insultarles cargaditos de odio, ni nadie se subió a las torres para tañer las campañas y que no pudieran recitarse sus mierdas en libertad. Ni se les recibió con pancartas demenciales como aquella de Os ahogaremos en la sangre de nuestros abortos que desplegaron cuando el catalán Rivera y el donostiarra Savater visitaron Alsasua.
Yo me limité, por ejemplo, a cambiar de planes. Me imaginé que me topaba con la loca de la bici y me dio perezón. Giré hacia Carlos III hasta un bar de la avenida de Roncesvalles y en vez de un café, me pedí un crianza para acompañar la lectura. Había buen ambiente, ajenos todos a los de Alsasua. La noche estaba tibia y cada uno iba a sus cosas, a sus risas, a sus planes. Era sábado y se estaba a gusto en las terrazas.
Espero que hayan aprendido la lección de tolerancia que la capital les dio a los que vinieron desde Alsasua a, según su propio criterio, provocar a los habitantes de Pamplona, que estábamos muy tranquilos antes de que invadieran nuestras plazas y calles, con sus carracas y letanías, disfrutando en paz de la melancolía del otoño y del fin de semana en nuestra ciudad. Y eso es todo.