En un mundo hostil, dominado por el ruido, y no un ruido blanco de tráfico de coches, de aviones que despegan, de vida y viajes, de trenes que llegan a las estaciones, civilizado, sino uno quieto, mudo, político, destructivo; cazar ese matiz, ese destello fugaz de belleza -los inconstantes y efímeros destellos de belleza de los que habla Sorrentino en La gran ídem- es más que una obligación, una necesidad para no asfixiarte.
Los museos son un buen lugar, claro, pero suelen ser espacios rígidos, demasiado estáticos, demasiado ordenados: abruma esa sucesión de salas, una detrás de otra, que hacen que desaparezca tu lugar y acabes mareado, perdiendo pie en el espacio, sin saber ni dónde está la entrada ni la salida.
La única vez que he estado en Louvre, algún día lo volveré a intentar, más que la gente, que la hay a cientos -nada contra eso, no estoy contra las masas, tenemos derecho todos a estar en los mismos lugares, sin distinción de inteligencia o preparación. El turismo es civilizatorio siempre- fue el edificio el que me sepultó: no fui capaz de ver nada, miraba pero no veía, sólo hiperventilaba, apabullado por ese espacio mastodónticamente laberíntico que es.
De todos los grandes museos en los que he estado, son los Guggenheim donde más cómodo me he visto. El de Nueva York porque no tiene pérdida, ni en lo espacial ni sobre todo en lo emocional, que comienzas del cielo y desciendes en espiral hasta el suelo, con una suavidad que relaja, sosiega. Y el de Bilbao, que volví a visitar este domingo, y que pese a que lo tiene todo para que sea una mole desbordante, por dentro tiene un planteamiento que hace que no te extravíes nunca. Todo converge en un atrio central enorme y lumínico, oxigenando el edificio, aireándote a ti de paso, que hace que siempre sepas dónde estás, con quién estás, de dónde vienes y dónde quieres ir. Es más humano que cualquier otro museo más pequeño que puedas encontrarte por esos caminos de Dios, alguno de una prepotencia pese a su ridículo tamaño que tira para atrás.
Pero no hace falta ponerse tan cultureta para encontrar el arte y en un escalón superior, la belleza. En Pamplona, que no me gusta, que me parece no solo anodina sino cutre, brota un espacio de belleza efímera que la hace única, una mandorla mística temporal de elegancia: la comparsa de gigantes y cabezudos. Este fin de semana también pudimos contemplar de nuevo el prodigio de su desfile. Intento no perderme ni una de sus salidas.
No he sido capaz de descubrir su artificio, como sí que le veo las costuras a todos los demás gigantes que he visto por otros lugares. La de Pamplona es diferente. En esta agrupación de 150 años guardan un secreto que me tiene fascinando desde pequeño.
Simbiosis excelsa entre máquina y humano, componiendo entre los dos una nueva especie, con unos colores de una intensidad que empastan a la perfección con la siempre arenisca y gris Pamplona. Esas telas a la vez ligeras y con cuerpo, que suena, que rasga el aire en cada molinete -escucha, aguza el oído, para captar esa melodía bajo la melodía- que gira y gira, como los derviches de la canción de Battiato, con una elegancia que asombra y reconforta.
Hasta que vuelven a caer a tierra y el prodigio cesa, por un instante, esfumándose el misterio que los niños intentan comprender, abriendo el telón y metiéndose debajo, escudriñando su estructura, los apoyos de los hombros y la cabeza sobre los que se asienta la persona y dota al gigante más que de movimiento, de una vida elástica que con sus patas en el suelo es de una rigidez pétrea.
Aquí está todo, pero aquí en realidad no hay nada, los niños salen y lo miran extrañados. Ver el truco lo hace todavía más mágico, porque aún lo hace más incomprensible. Hasta que vuelve a girar el conjunto y los niños lo miran extasiados mientras van haciéndose adultos, que sigues observando, ahora lo sé porque el adulto ya soy yo, con los mismos ojos de siempre.
Y seguirán girando cuando ya no estemos aquí ninguno y ojalá que así sea porque ya que no creo en mi eternidad, me gusta pensar que ellos sí que la conseguirán, con su gran belleza orbitando por la ciudad. Y eso es todo.