- martes, 10 de diciembre de 2024
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La soledad lejos de inquietarme me reconforta. En la nada me siento arropado, como preludio de lo que seremos durante toda la eternidad... vacío bajo un manto de silencio. Hay que irse acostumbrando al panorama.
Decía que salgo a correr cuatro veces por semana por dónde no es habitual que haya nadie. Sin mascarilla, claro, porque aunque la orden de Txibite o de Sánchez o de los dos siempre es un sí pero no, no pero sí, absurda, creo entender que no es necesario usarla si garantizas con los tipos que te encuentras al menos una separación de metro y medio.
El caso es que me ha pasado últimamente varias veces la misma jugada. A lo lejos alguien en sentido contrario, más de cinco metros de separación entre ambos si no se tuercen nuestra trayectorias, y cuando estoy cada vez más cerca, el tipo de enfrente varía su derrota y como ese buque en el canal de Suez que está cruzado, se me pone delante, el último incluso se bajo su mascarilla, y me empieza a gritar, ido, encallado en su paranoia mental, que tengo que correr con mascarilla.
Podrían alejarse de mí si piensan que esos cinco metros son pocos pero optan por el encontronazo. Y yo, que fuera de esta columna no abro la boca, como norma general, para nada que no sea de estricta cortesía, saludar esperando los ascensores o cuando entras en una estancia donde hay alguien, ni le miro. Pues no, no tengo por qué hacerlo, pero ni me molesto en explicárselo, ya digo, sigo a lo mío y ahí se quedan sus berridos, que se lo explique otro.
Ni les culpo, ojo, ya he dicho que las normas que nos han puesto, la mayoría de las veces, son contradictorias y están destinadas más a sacarnos de quicio que a cumplir una función sanitaria.
Todo es absurdo en esta pandemia, los políticos han convertido la vida cotidiana en un campo de batalla con normas que no hay por donde cogerlas, impuestas sin criterio médico, oscilando entre el criterio mágico/fetichista y estrictamente político, para que tengamos la fantasía de que hacen algo, para tenernos más controlados que nunca.
Ayer jueves, por ejemplo, desde la megafonía de un hipermercado soltaban reiteradamente el anuncio de una restricción de la que no tenía conocimiento: está prohibido comprar alcohol pasadas las ocho de la tarde. Eran las 19:56. Mierda.
Como me conozco el percal y por no poner en un brete a la cajera de turno, me acerco a una, pregunto y me dice que no, que si pasan las ocho el alcohol pita en el escáner y no me lo puedo llevar. Pues nada, para qué discutir. Dejo el carro ahí tirado, saco mi cajita de doce latas de cerveza Alhambra especial, pago, bajo al parking donde tengo el coche, abro el maletero, las dejo ahí tranquilitas, no vayan a poner en peligro la seguridad mundial más allá de las ocho, subo otra vez, me recorro todo el híper, entro de nuevo, recuperó mi carro y continuó con mi compra. Finalizo la operación de comando a las de las ocho y once. En esos minutos extra podría haber ocasionado el caos universal. En fin.
Para qué intentar razonar algo absurdo, si no sirve de nada, con alguien además que no decide, que solo cumple órdenes como tú y que seguramente coincida contigo en la gilipollez de la norma. Somos títeres de unos gobernantes que hacen con nosotros lo que les sale de los cojones... y cojonas. Y eso es todo.