• viernes, 19 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Momentos de inadvertida felicidad

Por Javier Ancín

No recuerdo haber descansado más que aquel verano trabajando entre libros, oliendo a hojas nuevas cada día.

Uno es feliz cuando menos lo espera. Y no suele ser con las grandes cosas, a ver, que también, sobre todo son los pequeños actos cotidianos los que encierran el secreto mejor guardado del universo, el sentido último de la vida. Yo qué sé, ser el último de la fila que consigue una entrada para ese concierto o en vez de durante el viaje, que siempre hay pequeños líos que solucionar, cuando estás haciendo la maleta, por ejemplo, aunque sea mentalmente, como yo ahora, para irme a una playa Andaluza en un par de semanas. ¿Qué libros me llevo, el último volumen del Salón de los pasos perdidos de Trapiello porque voy a hacer escala en Madrid o la recopilación de artículos de Montano para leerlos en su Málaga natal, con una cerveza Victoria bien fría y mirando al mar?

¿Me releo de nuevo la obra Francesco Piccolo que da título a este artículo, Momentos de inadvertida felicidad? Me he acordado de él porque durante un verano que fui librero en Bilbao fue el libro que más veces recomendé.

Viví en un apartamento de la calle Fika y me deslizaba ligero y alegre todos los días por la serpenteante acera hasta entrar en el casco, buscando la parada del metro de la plaza de Unamuno o si tenía tiempo y ganas de paseo, la salida de ese enjambre en el que siempre me desoriento que son las siete calles y aledaños, para desde el teatro Arriaga, cruzar la ría por la calle de Navarra hasta la plaza Circular y enfilar la Gran Vía con la plaza de Moyua como horizonte. Fui feliz aquel verano vendiendo libros, recomendándolos, leyéndolos, escribiendo sin más pretensiones que desintoxicarme de otra vida laboral pasada que había dejado ya por agotamiento. Demasiada gente rara, demasiados vuelos, adiós coches caros y restaurante de tres estrellas, hola de nuevo a los bocadillos colegiales de chorizo durante la merienda, la mochila con cuadernos.

Me propuso una amiga que gestionaba una librería la idea, para cubrir las vacaciones de la plantilla, y me atrajo tanto la posibilidad de cambiar completamente de aires que aterricé en Bilbao por estas fechas hace unos 10 años, con esta luz poderosa de junio que se le pone a veces al norte. Fue como una cura de estrés y de sacar pus del alma, una purga perfecta del cuerpo, de esas que te dan años de vida y te recolocan en el mundo, tu mundo. No recuerdo haber descansado más que aquel verano trabajando entre libros, oliendo a hojas nuevas cada día.

Me paseé Bilbao de arriba a abajo y de abajo a arriba, nunca mejor dicho, a mi aire, y me pareció una ciudad perfecta, ni demasiado grande que no la puedes abarcar ni demasiado pequeña que te aburres enseguida de ella.

Hubo tantos momentos de esos de pequeña felicidad que hoy aún son un ancla para conseguir el sosiego los días de tormenta. Por ahí se dejaba caer de vez en cuando ese periodista que se dedica al cine en la tele y que con la excusa de los libros siempre algún rato de agradable charla cinéfila caía. O las llamadas que crucé con Iñaki Uriarte para concretar su presencia en la la caseta de la librería en la feria que se iba a celebrar. Tengo firmados sus diarios con un escueto para Javier y para mí eso fue como si me regalara la enciclopedia Espasa de su puño y letra. O aquella vez que vino a darme las gracias la chavalita a la que su novio regaló precisamente ese libro que hoy es como mi Magdalena de Proust, que yo alguna vez también he regalado a la persona más importante del planeta en ese instante. Al final son esas cosas las que te llevas en el petate, lo demás se esfuma.

Incluso loé al Athletic Club en uno de esos periódicos que surgieron de todo tipo al calor de la burbuja internetera y que te pagaban en expectativas futuras, es decir, no te pagaban, en el que empecé a escribir por puro divertimento. Después de coger de una pila de la tienda un librito de Ramiro Pinilla sobre el equipo de Bilbao, me di un paseo por Pozas donde me lo zampé y con el escudo del antiguo San Mamés mirando, como un Pantocrátor, al final de la calle, me puse a escribir un artículo que aún me lo sacan mis amigos vizcaínos cuando me quieren vacilar.

Echo de menos pegar un bandazo vial como ese, empezar de cero, comprar dos cajas de pastas de Zurikalday, como aquella vez, para que se las coman los nuevos compañeros de correrías, y meterme a disfrutar de la vida en otro universo completamente nuevo, a ver qué se cuece en él. Quizás haya suerte y pronto algún amigo me proponga un nuevo destino. Vete a saber. Y eso es todo.


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Momentos de inadvertida felicidad