- lunes, 02 de diciembre de 2024
- Actualizado 17:31
No falla. Todo lo que pensamos eterno suele ser de antes de ayer. La gente se emociona con la mística del Encierro, por ejemplo, como si siempre hubiera sido así hasta que rascas y descubres que algo tan simple como el horario de comienzo, solo en los últimos 100 años, ha variado tres veces. Otro día nos entretenemos glosando el recorrido, que ha tenido más variaciones que las ídem Goldberg de Johann Sebastian Bach.
Hasta 1924 se tiraba el cohete a las seis de la mañana, a las siete desde ese año hasta 1973 y el actual de las ocho que se inaugura en 1974. 47 años de eternidad... que es de antes de ayer.
Como es de antes de ayer otro símbolo de la Irroña actual que mucha gente cree que ha estado ahí desde hace siglos, Caravinagre, ese desagradable cabezudo de rictus corrosivo, que tendría que estar denunciado ante el tribunal de derechos humanos por torturas psicológicas a los críos.
Creemos que tiene mil Sanfermines pero mi abuelo, por ejemplo, nunca pudo huir en su infancia de su monstruosa cara porque cuando salió del taller, en 1941, ya era un señor hecho y derecho de 31 años. O dicho de otra forma, Caravinagre nació solo 36 años antes que yo.
36 años... quizás a alguno le parezca mucho pero en realidad, como dice la letra del tango, no son nada. Resten 36 años y pónganse en 1985. Maradona se estaba preparando para pasar a la historia de los mundiales de fútbol por marcarle dos goles antológicos a Inglaterra en el de México 86.
Quizás Stephen Hawking en su libro Breve historia del tiempo no le dedicara un capítulo por demasiado anodino pero si Caravinagre fuera humano, hoy aún podría pasearse por las calles de Pamplona en relativa buena forma, que con 80 años, no es nada extraordinario mantenerse con vida y seguir gruñendo.
Pensaba en todo ello este martes, contemplando el tiempo sentado en el banco de un mirador que hay en Gallipienzo: en la raya del horizonte las cumbres blancas de los Pirineos, a mis pies el río Aragón de un verde esmeralda licuada, arriba un cielo azul tranquilizador que fui buscando agobiado ya de tanto gris que hay en Irroña.
Me había topado en una de sus calles con una piedra en la que había tallada una cabeza de toro, relativamente habitual en estos pagos, pieza clave del rito de nuestros ancestros de regar con la sangre de ese animal los campos, buscando la protección de los dioses en este caso romanos, pero antes griegos, y lo vi entonces claro.
Y lo que es eterno nos lo queremos cargar porque lo rechazamos, concluí. Nuestra sensibilidad actual no lo soporta por demasiado bárbaro, como no soporta la muerte por demasiado cruel, aunque sea en el fondo lo único que hay de verdad en la existencia.
Esta va a ser la última generación en dos mil años que deje de rendir culto al toro, haciendo que desaparezca para siempre su sacrificio.
Quiero ir a más corridas en cuanto se pueda, me dije, de lo poco que nos conecta con el arranque de lo que somos, de donde salimos, antes de que desaparezca para siempre nuestra verdadera tradición milenaria y ya no podamos entendernos nunca como seres humanos. Y eso es todo.