Cada vez que me refiero a algún asunto relacionado con la guerra de hace ochenta años comienzo con una referencia personal, aunque ya sé que provoco que los profesionales del guerracivilismo se me tiren, dialécticamente, a la yugular.
Cada vez que me refiero a algún asunto relacionado con la guerra de hace ochenta años comienzo con una referencia personal, aunque ya sé que provoco que los profesionales del guerracivilismo se me tiren, dialécticamente, a la yugular.
Esto dije en mi primer acto político en febrero de 1976: “Nuestra acción ha de ser democrática. Democracia es convivencia, diálogo, respeto mutuo, participación popular, elecciones, sufragio universal. No es violencia, coacción, insulto. En un clima de terror, de amenazas, de miedo no es posible concebir la democracia. Democracia es aceptar el resultado de las urnas, aunque se pierda.
Y admitir al perdedor la libre expresión de sus ideas, aunque se corra con ello el riesgo de que el poder vaya a sus manos, si así lo quiere el pueblo en la siguiente consulta popular. Para que la democracia en España sea factible es preciso restañar definitivamente las heridas de la guerra civil.
Yo tengo un profundo respeto hacia cuantos de buena fe en uno u otro bando creyeron luchar por un futuro mejor. Pero a la vista de los horrores de aquella lucha entre hermanos el corazón se estremece y sólo quisiera que esa triste página de nuestra historia nunca hubiera tenido lugar. La amnistía debe ser el último acto de la gran tragedia, pero no puede convertirse en el comienzo de una nueva etapa revanchista.
Para que esto no sea así, resulta indispensable que el proceso democratizador no se interrumpa, a pesar de los obstáculos que la intolerancia de los totalitarios de la derecha y de la izquierda vaya poniendo en el camino. La democracia ha de venir a España de la mayoría del pueblo español que no tiene que reconciliarse con nada ni con nadie”.
No sabía cuando pronuncié estas palabras que un año y ocho meses después, en octubre de 1977, tendría la oportunidad en el Senado, de votar a favor de la Ley de Amnistía y de vivir el espíritu de concordia que presidió su aprobación.
Veinticinco años más tarde tuve el honor de redactar como presidente de la Comisión Constitucional del Congreso una moción, unánimemente aprobada el 20 de noviembre de 2002, donde todos los grupos parlamentarios proclamamos que “nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y a la dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática”.
Y, entre otros pronunciamientos, reafirmamos “una vez más, el deber de nuestra sociedad democrática de proceder al reconocimiento moral de todos los hombres y mujeres que fueron víctimas de la guerra civil española, así como de cuantos padecieron más tarde la represión de la dictadura franquista. Cualquier iniciativa promovida por las familias de los afectados que se lleve a cabo en tal sentido, sobre todo en el ámbito local, deberá evitar que sirva para reavivar viejas heridas o remover el rescoldo de la confrontación civil”.
Pues bien, todo este gran espíritu de concordia nacional ha quedado pulverizado por la llamada Ley de la Memoria Histórica de 2007. Y no deja de ser sospechoso que quienes han sido activos militantes del Movimiento Nacional Vasco de Liberación, que nunca han condenado los crímenes de ETA ni nunca lo harán, se hayan erigido en paladines del revanchismo.
El último episodio ha sido el anuncio de los munícipes del cambio de presentar, en nombre de todos los pamploneses y con fondos públicos, una querella contra el exministro Rodolfo Martín Villa, al que acusan, junto a otros ex gobernadores civiles y militares de Navarra, de haber cometido en el ejercicio de su cargo “crímenes de lesa humanidad”.
Nuestro Código Penal, en aplicación del Derecho Penal Internacional, tipifica desde 2004 como delitos de lesa humanidad el asesinato, exterminio, esclavitud, deportación o traslado forzoso de población y tortura grave, como parte de un ataque generalizado o sistemático contra la población civil o contra una parte de ella por razón de pertenencia de la víctima a un grupo o colectivo perseguido, entre otros, por motivos políticos (art. 607 bis).
En 2008 el Juez Garzón admitió a trámite una querella contra los crímenes del franquismo, con la intención de procesar al general Franco y otros miembros de sus primeros gobiernos. No obstante, eludió acusarles de crímenes contra la humanidad, aunque sí del delito de detención ilegal. La pretensión de nuestro “juez estrella” naufragó y fue acusado de prevaricación. El asunto llegó el Tribunal Supremo que en su sentencia 101/2012, de 27 de febrero, absolvió a Garzón, no sin antes dejar las cosas claras sobre la cuestión de fondo.
Recuerda el Supremo el principio de legalidad y sus exigencias de lex previa, lex certa, lex scripta y lex stricta, que le llevan a la categórica conclusión de que no es de aplicación el referido artículo. El principio de legalidad y la prohibición de retroactividad de las normas sancionadoras prohíben sin excepciones su aplicación a hechos anteriores a su vigencia. Irretroactividad que es aplicable al Derecho Penal Internacional. Además, los delitos cometidos a raíz de la guerra civil han prescrito. El Pacto sobre creación del Tribunal Penal Internacional, de 1988, no puede aplicarse retroactivamente.
Una ley española que previera su aplicación retroactiva sería inconstitucional. Y el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, en 1988, interpretó que la Convención de 1970 “no puede aplicarse de forma retroactiva”. Además la Ley de Amnistía fue promulgada con el consenso total de las fuerzas políticas en el período constituyente. El Congreso rechazó su derogación en 1977. La citada Ley fue una reivindicación unánime por considerarla imprescindible para desmontar el entramado franquista.
Se buscó que no hubiera dos Españas enfrentadas, sin delimitación de bandos. No fue una ley aprobada por los vencedores, detentadores del poder, para encubrir sus propios crímenes. “Precisamente, porque la ‘transición" fue voluntad del pueblo español –afirma el Supremo–, articulada en una ley, es por lo que ningún juez o tribunal, en modo alguno, puede cuestionar la legitimidad de tal proceso…
Conseguir una "transición" pacífica no era tarea fácil y qué duda cabe que la Ley de Amnistía también supuso un importante indicador a los diversos sectores sociales para que aceptaran determinados pasos que habrían de darse en la instauración del nuevo régimen de forma pacífica evitando una revolución violenta y una vuelta al enfrentamiento”.
No resulta ocioso recordar que Colombia aprobó el pasado de diciembre de 2016 una Ley de Amnistía, en el marco de un proceso de paz que todo el mundo aplaude, incluido nuestro propio Parlamento que el 15 de diciembre de 2014 “felicitó” al Gobierno colombiano y a las FARC por el principio de acuerdo alcanzado para poner fin a la guerra civil.
Dicho lo anterior, me referiré a Rodolfo Martín Villa, del que hay que destacar en primer lugar el importante papel que desempeñó durante la transición para lograr el paso de la dictadura a la democracia.
Tras la muerte de Franco, en el primer Gobierno de la Monarquía, fue nombrado ministro de Relaciones Sindicales. En julio de 1976, Adolfo Suárez le confirió la difícil cartera de Gobernación, con la misión de transformar los cuerpos policiales del régimen anterior en unas fuerzas de seguridad propias de un Estado democrático. La transición no fue un periodo idílico.
Se vivieron momentos de gran tensión, pero al fin prevaleció la voluntad de reconciliación y concordia de la inmensa mayoría del pueblo español y se pudieron celebrar en tan sólo un año y medio desde el fin de la dictadura las primeras elecciones auténticamente democráticas de nuestra historia. Acusar a Martín Villa de crímenes de lesa humanidad y de responsabilizarle de la barbarie cometida en 1936, cuando tenía dos años de edad, es un auténtico dislate.
En lo que a Navarra se refiere no podemos olvidar el papel decisivo que jugó Martín Villa en la democratización y amejoramiento del régimen foral. El 3 de abril de 1979, el pueblo navarro eligió el primer Parlamento democrático de la España constitucional gracias al acuerdo alcanzado con la Diputación “franquista”. En 1982, primero como ministro de Administraciones Territoriales y después como vicepresidente del Gobierno, negociaría e impulsaría el pacto para el Amejoramiento del Fuero.
Es inicuo que el alcalde Asirón y sus adláteres aberzales, que han militado en el entramado político de ETA, pretendan ahora, usurpando el nombre de Pamplona, enlodar el buen nombre de un servidor del Estado que tanto hizo por la instauración de la democracia en España y también en Navarra. Espero y confío que la querella tenga un corto recorrido.