“Navarra, tierra de pactos, donde en la última década parece solo han fructificado los ‘antinatura’, en contra de la esencia de la Comunidad foral, pues los partidos a los que une mucho más de lo que los separa se empeñan en abrir zanjas”.
“Navarra, tierra de pactos, donde en la última década parece solo han fructificado los ‘antinatura’, en contra de la esencia de la Comunidad foral, pues los partidos a los que une mucho más de lo que los separa se empeñan en abrir zanjas”.
Se ha dicho y escrito casi todo en descrédito de la clase política y de los políticos: falta de formación, nula experiencia, desconocimiento de la realidad, interés personal, sometimiento y docilidad ante los jefes, falseamiento de currículum, fraudulenta profesionalización, etc., al margen de los escándalos de corrupción en sus variadas e imaginativas formas, intentando eludir la justicia. Hay excepciones —hailas—, pero suele pagarse caro contrariar o no seguir al aparato, o mantener unos principios éticos y defender una posible verdad.
“Lo único que hemos aprendido en nuestra travesía del ciclón Sánchez (ególatra mutante, para quien suscribe) es que no todos los políticos son iguales y de nosotros depende que no continúen indefinidamente los peores con mando en plaza”, escribía hace unos meses Fernando Savater, catedrático de Ética.
Una encuesta publicada el mes pasado por el diario madrileño 20 minutos decía: “Casi el 80 % piensa que los políticos usan el dinero público en su propio beneficio”, y “solo uno de cada diez considera que quienes ocupan cargos públicos son honrados”. Añadía que todos los indicadores de desconfianza se han disparado en los últimos 16 años.
Pasado el ecuador de la legislatura, se vislumbra, salvo un posible adelanto, el final de la misma, por lo que se suma a esa serie de descréditos de los políticos el ansia o necesidad de no dejar el sillón, y las arteras maniobras, docilidades o duras pugnas internas para asegurar un puesto de salida en las listas.
Respecto a nuestra Comunidad, el navarro Aurelio Arteta, también catedrático de Filosofía Moral y Política, escribía hace años un artículo titulado Vaya tropa, en el que decía: “En Navarra no tenemos una clase política como para presumir, la verdad sea dicha”. Palmario ejemplo ha sido el devenir de los partidos navarros, de lo que no se escapa el tradicional partido de centro derecha, cuya condición de más votado en las últimas décadas la perdió en las elecciones generales de 2023.
Esta pérdida de UPN de la hegemonía y del Gobierno foral se gestó en la legislatura 2011-2015, tras la abrupta ruptura con el PSN de entonces, decisión de la primera presidenta de la Comunidad Foral (motu proprio o aconsejada), que recalcaba en Tudela, días pasados, que dejó Navarra con los “mejores datos” y “sin corrupción alguna”, aunque tenga en su debe la fractura de la formación regionalista, quizás por su desconocimiento o falta de suficiente información sobre la idiosincrasia de una Navarra tan diversa y diferente.
Sus dos sucesoras no pueden, sin embargo, presumir —a pesar de su arraigo y origen navarro (la anterior se autocalificaba como “navarra de adopción”)— de favorables índices en los diversos sectores de la Comunidad ni de ausencia de casos de presunta corrupción durante sus mandatos.
Navarra, tierra de pactos, donde en la última década parece que solo han fructificado los “antinatura”, en contra de la esencia de la Comunidad foral, pues los partidos a los que une mucho más de lo que los separa, sus políticos —y sobre todo los de la opción mayoritaria—, se empeñan en abrir zanjas o poner barreras donde no debieran existir, estigmatizando al más próximo.
Políticos incapaces de frecuentar la calle y atender a los ciudadanos, donde, de boca de sus potenciales votantes, se podría escuchar: “Aquí UPN y en Madrid PP”. La sabiduría popular los supera, pues es reflejo de sentimiento identitario e interés general.