• sábado, 26 de julio de 2025
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Opinión / Tribuna

San Fermín y el totalitarismo abertzale en Pamplona

Por José Luis Díez Díaz

No entraré en el tema del toro, uno de los espectáculos más habituales en la mayoría de las fiestas de localidades navarras y en gran parte del territorio nacional, pero sí me referiré al aspecto religioso. Si quitamos a San Fermín, ¿qué nos queda?

El alcalde de Pamplona Joseba Asiron saluda a un grupo de ciudadanos al termino de la procesión en honor a San Fermín . EFE/ Ainhoa Tejerina
El alcalde de Pamplona Joseba Asiron saluda a un grupo de ciudadanos al termino de la procesión en honor a San Fermín . EFE/ Ainhoa Tejerina

Espurias argumentaciones, bastardos intereses, o ciertos complejos al compararse con otras capitales vecinas, son razones que sirven, según parece, de fundamento a la campaña detractora de las tradiciones de las fiestas de San Fermín, fomentadas por el gobierno municipal, y centradas de manera obsesiva en el componente religioso y el espectáculo taurino.

No entraré en el tema del toro, uno de los espectáculos más habituales en la mayoría de las fiestas de localidades navarras y en gran parte del territorio nacional, pero sí me referiré al aspecto religioso, tras leer ocasionalmente un escrito, fiel reflejo de la fobia abertzale hacia la religión, firmado por un veterano y destacado militante de ese entorno, desacreditando el contenido de una carta pastoral del Arzobispo de Pamplona, titulada Si quitamos a San Fermín, ¿qué nos queda?

El autor se explaya, sin pudor alguno, afirmando: “que la presencia del santo es tan solo una especie de costra que una historia de siglos de absolutismo ha dejado adherida a nuestras fiestas, y que si se prescindiera de ella no pasaría gran cosa”. Y prosigue: “[...] si despojásemos a la procesión de los componentes no religiosos que le regala el Ayuntamiento [...] ¿en qué se quedaría la procesión?”. Para empezar, confunde la presencia de los “componentes” y que el Ayuntamiento “no regala”; en todo caso, puede malversar lo que ingresa de los impuestos y tasas que aporta toda la ciudadanía.

El arzobispo decía: “Querer quitar a San Fermín del centro de las fiestas no es solo quitar una figura religiosa y atentar contra la fe de todo un pueblo, sino desconectar la fiesta de sus raíces”.

Es posible que el término “todo un pueblo” no sea muy ajustado a la realidad, según los datos del estudio sociológico que ofrece en su artículo el autor, “pues se ha producido una transformación de Navarra, tierra de misiones, ensotanada, cosida a misas, etc., siendo ahora la comunidad del Estado que cuenta con el mayor porcentaje de personas no religiosas”.

No obstante, aun dando por fiables esos datos —no por el estudio, sino por la respuesta de los encuestados— resulta una contradicción con la masiva asistencia a actos religiosos tradicionales, no solo durante los Sanfermines, sino a lo largo del año. Como muestra, los que se celebran en la parroquia de San Lorenzo, sede de San Fermín, cada mes, así como la salida y regreso de la Dolorosa, que no sé si será cuestión de fe, al ser algo muy íntimo que no es preciso ir proclamándolo.

En ese planteamiento, quizás debieran suprimirse desde ya los tres tradicionales cánticos bilingües de la estrofa conocida mundialmente, debajo de la hornacina del Santo Patrón (es una tradición de hace “solo” más de sesenta años), pidiendo a San Fermín su guía y protección ante la inminente carrera ante los toros.

Declaraba hace pocas fechas en una entrevista el ex archivero municipal José Luis Molins: “San Fermín es un elemento vertebrador de la identidad navarra”.

El historiador y profesor Román Felones hace dos años, en un artículo de opinión, decía: “Convendría recordarles a nuestros irreductibles laicistas un dato no menor, que habla mucho de nuestras raíces, de nuestro modo de ser y de sentir: nuestras fiestas tienen un equívoco origen religioso y se han articulado históricamente en torno a un patrón o patrona, que ha condicionado, en buena medida, el programa y desarrollo de las mismas”.

María Ángeles Sánchez, periodista con un amplio y galardonado currículo ligado a las fiestas y tradiciones, escribía: “En España, país más festivo del mundo occidental, la fiesta significa tradición y respeto a la herencia recibida. Tienen las fiestas tradicionales unos rasgos de los que anda bien necesitado el mundo en que vivimos: respeto a la herencia recibida, mirada a la historia, conocimiento del pasado remoto e inmediato, gestos solidarios, sentido artístico, valoración de lo efímero y gratuito. Su propio carácter mestizo, agregador y acumulativo contrasta vivamente con los rasgos xenófobos, excluyentes y restrictivos que a menudo exhiben quienes equivocadamente defienden unos nacionalismos de patio de colegio o de juzgado de guardia”.

En tono más humorístico, me tomo la licencia de actualizar y contextualizar al autor del aludido escrito, exdiputado de Amaiur, cuando escribe: “sobre el rastreo de almas en algunas calles del casco viejo, como Jarauta, etc., o en los verdes espacios de la Vuelta del Castillo y los fosos de la Ciudadela o las orillas del Arga, lugares preferidos por quienes, a modo de txupinazo, se apuntan a echar un polvo nocturno a la salud del Santo Patrón”.

En la calle Jarauta, hace cien años no era preciso ese “rastreo”, doy fe desde casi mi nacimiento, pues allí vivían mis abuelos y mi madre (el autor creo llegó a Pamplona mucho más tarde), y sobre el “desahogo sexual” en el verde de la Vuelta del Castillo o los fosos, lo veo ahora un tanto complicado, dado que están cercados con antelación por el espectáculo de los fuegos artificiales.

Contestaba a principios de este siglo la periodista María Ángeles Sánchez a la pregunta: ¿Qué es lo mejor que le podía pasar a las fiestas populares en el milenio que empieza? “Que las dejen tranquilas, que no las manipulen, que no las utilicen con intereses espurios, que no trastoquen su hondo significado […] y que no formen parte de las campañas políticas de ningún signo”.

¡DEJEMOS, PUES, AL PUEBLO, CREYENTE O NO, Y A LA FIESTA EN PAZ!

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