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Opinión / Tribuna

El Platanito como metáfora del tren en Navarra

Por Manuel Sarobe Oyarzun

Me dispongo a coger el tren. Sé que estoy en la estación de Pamplona porque no hay ningún taxi a la vista. Espero al Alvia sentado en un tosco banco de madera del desangelado vestíbulo. Ya en el andén, pienso que la serie “Cuéntame” podría grabar en este apeadero alguna escena sin hacer apenas adaptaciones.

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El convoy empieza a serpentear por la Cuenca. Me pregunto hasta cuándo podremos seguir mordiendo la Sierra de Alaiz antes de hacerla desaparecer. Saludo a la peñica de Unzué, donde muchos recibimos nuestro bautismo montañero. Contemplo el Palacio Real de Olite, cuyos torreones y almenas bien pudieron inspirar a Walt Disney. Sugeriría vestir sus desnudas estancias emulando al château de Pau -cuna de Enrique III de Navarra y IV de Francia- para hacerlo más atractivo.

El paisaje está jalonado de imponentes aerogeneradores que, faltos de viento, se han tomado el día libre. No es la única energía limpia visible, pues se multiplican parcelas alfombradas de placas solares que a buen seguro habrán hecho olvidar a sus dueños las penosas faenas agrícolas. A lontananza se recorta la silueta del Moncayo, el obispo yacente.

Temporeros llegados en camionetas se aprestan a agachar el espinazo para recolectar los tardíos frutos que han sobrevivido al pedrisco. En la Navarra mediterránea se suceden campos de cereal, viñedos y olivos de arbequina que pronto nos regalarán el saludable oro líquido cuyo desbocado precio ha obligado a los supermercados a protegerlo con antirrobos. Dudo que lleguen a cosecharse las fincas en las que se yerguen raquíticos girasoles secos. Distingo cultivos de hortalizas, alfalfa y frutales, lindantes con fértiles huertos cercados con somieres de muelles que nos proveen de materia prima para embotar. Se atisban también cañizales, choperas y pinares de carrasco. El agua de Itoiz que acerca el Canal y la que fluye achocolatada tras las últimas lluvias por el cauce del Ebro hacen de nuestra Ribera un preciado vergel.

Aparatosos nidos de cigüeñas -que ya no emigran al Sahel- coronan espadañas y torres eléctricas. Conserveras, granjas y ganaderías de bravo en las que pacen las resabiadas vacas que han sobrevivido a la Navarra en fiestas completan el cuadro.

El tren se detiene en Villafranca para dejar paso a otro que viene en sentido contrario. Una placa del Instituto Geográfico informa de la altura de la localidad sobre el nivel medio del Mediterráneo en Alicante.

Repaso también la geografía urbana, tan distinta de la norteña. En nada se asemeja a la que contemplaba la víspera en la húmeda Donamaría, con sus caseríos a dos aguas, la torre de Jauregia, la Iglesia de la Asunción, de campanario cilíndrico y cubierta cónica, y el convento de las Carmelitas Descalzas, de estilo colonial -palmeras incluidas- cuyo jardín alberga hortensias descomunales, envuelto todo ello en un verdor deslumbrante.

El panorama lo afean vetustas edificaciones; silos, fábricas y naves abandonadas que imploran su derribo. Locomotoras y vagones obsoletos, vandalizados con grafitis, reposan en las vías muertas de las añosas estaciones. Reparo en un viejo convoy amarillo de diseño futurista varado en la de Castejón. Aun decrépito, conserva vestigios de su originaria belleza. Picado por la curiosidad, investigo. Resulta ser “El Platanito”, apodado así por su forma y color. Es el único ejemplar del prototipo UT-433, precursor de la alta velocidad española, que incorporaba un innovador sistema de basculación ideado para que el tren pudiera mantener su velocidad punta en los sinuosos tramos de nuestra red ferroviaria. Llegó a alcanzar los 206 kilómetros por hora en pruebas, cuando el resto de la flota no superaba los 140. 

Su viaje promocional discurrió entre Madrid y Segovia. Cuentan que tanto bascularon los vagones de regreso a la capital, que los estómagos de los gerifaltes, rebosantes de cochinillo, no aguantaron el bamboleo y la cosa terminó como pueden imaginar. Los problemas técnicos y la irrupción del Talgo pendular forzaron su jubilación, después de recorrer 412.217 kilómetros. Esta singular joya de la historia de nuestro tren debería exhibirse lustrosa en el Museo del Ferrocarril en lugar de estar pudriéndose en Castejón.

Tras la obligada parada en el intercambiador de Zaragoza para que el Alvia vuele por la línea del AVE llego a destino 20 minutos tarde. Lo acepto de buen grado, recordando que cuando el TER traía a mi tía Fausta de Madrid, llamábamos a la Renfe para saber cuánto retraso acumulaba, pues era impensable que arribara a su hora.

He disfrutado de mi placentero viaje, pero una sociedad moderna precisa de un tren más veloz y con más frecuencias. Algo que no tenemos, no tanto por la oposición de unos pocos, como por la desidia de muchos otros. El TAV foral, como el malhadado UT-433, yace en vía muerta, comprometiendo nuestro progreso. 

El hecho de que “El Platanito” languidezca en el Viejo Reyno es una triste metáfora de nuestra decadente red de transportes. Y es que la autovía A-15 a Madrid, iniciada el siglo pasado, todavía está inconclusa; disponemos de un aeropuerto con dos terminales y dos torres de control, pero sin apenas vuelos, y más de tres décadas después de que el primer AVE echara a andar por España, aquí ni siquiera conocemos su trazado definitivo. Según el exconsejero Álvaro Miranda, al ritmo de inversión actual concluirá en 2083. Quién te ha visto, y quién te ve, Navarra de mis amores.

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