Tras verla una segunda vez, sigo conmocionado por la tercera película de Alauda Ruiz de Azua. ¡Spoilers!
Tras verla una segunda vez, sigo conmocionado por la tercera película de Alauda Ruiz de Azua. ¡Spoilers!
Creo que Los domingos es la única película española que he visto en cines más de una vez. Creo que esto explica lo bien afinada que está esta nueva película española, que se estrenó hace un par de semanas y ganó el mayor premio del Festival de San Sebastián. La analicé sin spoilers en esta crítica; en esta profundizaré en su significado.
Su guionista y directora (1978, Baracaldo) ya me volvió loco con Querer el año pasado. Consigue en sus dramas mezclas perfectas, equilibrios en los que la mayoría de dramas familiares se tropiezan con el melodrama. La fotografía, el diseño, cada frase del guion y la música son para estudiar. De la banda sonora, este tema es buenísimo:
Para empezar, uno siente que hay mucha historia que no sabemos antes y después de lo que ocurre en la película. Nos deja con ganas de más. A pesar del drama, hay humor, y aunque llegamos a situaciones extremas, nunca hay melodrama, nada exagerado.
Sus personajes no solo no son dramáticos, dan la sensación de que se callan más de lo que dicen. Esta sensación de ebullición genera mucha tensión, una tensión que no es efectista, como sí suelen resultar las historias de otro gran realizador, Sorogoyen.
Aquí tenemos dos posturas: una chica joven llamada Ainara, que quiere meterse a monja de clausura, y su tía Maite, atea convencida. Es muy inteligente hacer que, mientras la joven hace este proceso de discernimiento religioso, el resto de los personajes también parezcan estar teniendo un discernimiento personal. Maite sobre su matrimonio y el padre de Maite, uno laboral y otro personal.
La película resulta dolorosa por dos motivos. Primero, porque desde el principio todo parece que va a resultar en la decisión más dramática. Durante el camino queremos creer, en diferentes momentos, que hay esperanza, pero esta película tiene un destino claro desde el principio.
El otro motivo por el que nos acompaña días después de verla es que todos los personajes nos resultan repulsivos y magnéticos. Ainara parece estar soportando una gran carga, pero cuando habla de su relación con Dios, es difícil permanecer tan cerca. Su tía, que es la voz de la precaución, tiene su vida personal desmoronándose, con o sin monja. El padre de Ainara es un desastre en varios sentidos, pero muchas veces es más comprensivo que la tía.
Aunque la cinta intenta ser parcial, creo que hay un último tramo en el que deja clara su posición. Empieza con un crucifijo y termina con Maite. Es sutil, pero la segunda vez se me hizo más claro. Una vez muere la abuela, la forma que tiene de rezar Ainara en el funeral y de hablar con Dios me traslada la idea de que este personaje ha encontrado en la fe una forma de lidiar con su dolor.
Meterse a monja de clausura es una forma de intentar no sufrir. Y cómo no empatizar con ver en el mundo un sinfín de desconcierto y sufrimiento. Sin embargo, esta herida hace que su decisión, en mi opinión, no sea limpia: una forma de inmolarse o autodestruirse en silencio. La frialdad con la que le dice a su tía “rezaré por ti” o cómo la madre priora le marca el paso hasta que nos cierra la puerta da escalofríos. Ya hemos perdido cierta conexión con Ainara; estamos con Maite.
Acabamos con Maite cruzando un paso de cebra. Quizás estoy viendo de más, pero en los pasos de cebra tenemos un poco una metáfora vital: estamos caminando, tomando decisiones; a veces el semáforo nos manda parar y nos toca mirar. Unas veces los cogemos todos en rojo y otras en verde.
Lo que para mí sí está claro es que a Alauda Ruiz de Azúa le interesa mostrar la fragilidad de las relaciones, especialmente las familiares, y nos acostumbra al fracaso, desde el laboral al matrimonial.