Estas semanas han coincidido las dos caras del fuego, la amable, esa que está vinculada con las hogueras de San Juan y su mística de quemar lo malo para dejarlo atrás, y la mala, la que ha arrasado miles de hectáreas por todo el país y que ha teñido de negro la Navarra de mis amores justo ahora que tendría que empezar, por fin, a teñirse de blanco. Ha aparecido esa dicotomía entre lo que esperamos de la vida y lo que realmente pasa, entre lo que creemos controlar y lo que se desata fuera de nuestro control, entre lo que planeamos y lo que sucede porque no hacemos lo suficiente para que suceda, entre la medida justa y la desmedida absoluta. Lo más sorprendente es que nos sorprende, aunque sea redundante.
Da igual que las señales existan, que se adivine una ola de calor tremenda, la enésima, además, en un momento en el que se realizan actividades de riesgo en el campo, que cuando empieza el fuego nos pilla a pie cambiado, como si no se esperase. Que quién lo iba a decir, oigan, ya es mala suerte, si habíamos cruzado los dedos para que no pasara y se había avisado a la gente que tuviera cuidado. Hay que ver la gente sin tener cuidado. Siempre la puñetera gente forzando los planes trazados que confiaban en el azar.
Claro que se podían haber limpiado bosques y campos por si pasaba algo así, o haber preparado cortafuegos, incluso refrescar algunas zonas críticas o poner algunos retenes. Incluso haber tomado medidas para supervisar procesos de siega, por ejemplo, que son elementos de riesgo. Pero para qué. Habiendo una posibilidad de que no pase nada, aunque sea menor, mejor cruzar los dedos y confiar en que no pase. O, como mucho, hacer la técnica de decisión de la papelera, esa tan elaborada de “tiro esta bola de papel a la papelera, si entra, no hago nada; y si no preparo una estrategia por si acaso”. Infalible esta técnica que durante años ha demostrado su efectividad a la hora de elegir temas que entran para exámen o tomar decisiones de pareja, por ejemplo.
No se repara el terreno para lo que pueda pasar, y luego llega la sorpresa. Renunciamos a trabajar lo que está en nuestra mano, la previsión y la experiencia y lo fiamos todo al azar para poder quejarnos luego de nuestra mala suerte. Ese condicional vital que tanto nos gusta, “si no hubiera hecho viento, no se habría extendido”, por ejemplo. El viento no lo controlamos, pero otras cosas sí. Echarle la culpa al viento, es como echársela al boogie, inutil.
Como también es echársela al fuego, claro. El mejor ejemplo son las hogueras de San Juan de las que hablábamos antes, o eso que se hace la noche de fin de año cuando se quema todo lo malo en un cuenco para dejarlo atrás. Ahí no nos da miedo el fuego. Un fuego que hemos conseguido dominar hasta el punto de encerrarlo en diminutos mecheros de plástico de los que lo hacemos salir y apagarlo a nuestro antojo. Igual es por eso que le hemos perdido el miedo, porque lo hemos sabido controlar en parte y ya nos sentimos superiores a su amenaza. El fuego, en dosis pequeñas y controladas, es bueno para nuestra vida. Josetxo me recordaba el otro día que su padre, médico de la vieja escuela, solía decir que el problema no son las drogas, sino su medida, o algo similar. El problema suele estar menos en el qué sino el cómo y el cuánto. En la creencia de controlar algo que nos puede arrasar, de acomodarnos y olvidarnos de su riesgo porque lo hemos sometido hasta que llega el día en que se libera y pone las cosas en su sitio, ese “la vida se abre camino” del profesor Ian Malcolm en Jurassica Park, (la traducción literal es “la vida encuentra un camino”, que me gusta más). Y no diré que ese es el problema, porque no lo es, la intensidad de algo no es un problema, el problema es cómo nos planteamos esa relación, cuál será nuestra postura.
Esto pasa cada dos por tres en la vida, dejamos de cuidar los detalles, de limpiar los caminos por lo que transitamos, nos confiamos en el día a día por rutina, con parejas, amigos, trabajos, dando por hecho que lo que tenemos ya nos pertenece porque nos lo hemos ganado y lo tendremos para siempre hasta que salta una chispa y lo pone todo patas arriba. Entonces llegan los lamentos, las manos en la cabeza, la petición a otros de responsabilidades que no hemos asumido, las disculpas obligadas (porque si no hubiera pasado nada, no se hubieran dado), la petición de segundas oportunidades y toda esa retahíla de excusas que lo único que hacen es retrasar que estamos delante de un campo arrasado, sin cosecha que recoger, y que toca empezar de nuevo.
Hay veces, la mayoría, en la que tenemos herramientas para hacer todo lo que esté en nuestra mano para prevenir estas situaciones, (hablo a nivel personal, vista la gestión política de las últimas semanas, en fin). Hay otras en las que no tanto, al menos sobre la situación en sí, pero siempre sobre sus consecuencias. Hay veces que la vida juega y te puede caer un meteorito un lunes, que un miércoles te metan tres tiros en el instituto (que de esto también podríamos hablar sobre prevención, ojo), o que te arranquen el corazón un viernes de junio por la mañana… y ahí es cuando hay que saber cómo jugar nuestra mano. Incluso saberla perder. Empeñados en que el éxito es triunfar e imponerse sobre otros, a veces se nos olvida que el éxito también es saber perder y volver a jugar de nuevo. Asumir que no vamos a poder ganar algunas manos y retirarnos antes de que perdamos más, renunciar a esa gesta heróica de salir adelante cueste lo que cueste, a pesar de todo o como quieran llamarlo. Esos caminos son peligrosos, ponemos en riesgo otras cosas y, lo que es peor, a otras personas sólo por el hecho de demostrar que somos más fuertes que la adversidad, pero a veces creemos que la adversidad es manejable porque alguna vez la hemos metido en un mechero, y esta vez se ha liberado y está arrasando media Sierra del Perdón a nuestras espaldas.
Es mejor entender que el control total no lo tendremos nunca, que hay relaciones que son como el fuego o las drogas y que su intensidad puede devorarnos, que hay más culpa siempre en nuestras decisiones que en la influencia de otros y que tenemos las cartas que tenemos para jugar la partida. Una partida que tiene muchas manos, ojo, y se gana y se pierde en cada una. Eso sí, prevenir y cuidar el detalle ayuda y mucho.
No se fíen del futuro, no den por hecho que lo que tienen es para siempre, cuiden lo que les hace felices y aprovechen este día, ya que, de momento, es el único que tiene seguro. Para mañana habrá que barajar otra vez. Sonrío.
Sean buenos pero, sobre todo, sean felices.