- miércoles, 04 de diciembre de 2024
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Es de esas frases que resuena. Seguramente por la tendencia a completarla, ponerle una guinda con un adjetivo calificativo o, lo que es peor, posesivo, cuando no puede ser una frase más completa: quiero que seas.
Así abría Javi su video de boda, con esta declaración de intenciones, con esta frase que atribuía a Hannah Arendt, escritora alemana y que a mí, que soy más mayor, me sonaba a San Agustín.
Bueno, teníamos razón ambos, Hannah hizo su tesis sobre San Agustín, desde un enfoque filosófico. Me pareció curioso cómo pueden enlazar un santo que vivió a caballo entre los siglos IV y V y una judía alemana de mediados del XX, ¿no creen? Porque no se crean que pegan mucho, no, más allá de la vena filosófica de ambos. Y quizás está ahí el truco, en que haya algo que sea intemporal y universal.
Ahora muchos de ustedes, (y Paulo Coelho), estarán esperando que diga: el amor. Pero no, creo que lo que trasciende el tiempo es el respeto.
No sé en qué momento decidimos que nuestros planes son los mejores para imponer al otro, que nuestra idea de felicidad es la válida para el otro, que el hecho de querer a otra persona la hace nuestra o que nuestros ideales, por el hecho de ser nuestros, han de imponerse al resto.
No sé en qué momento decidimos que era necesario adjetivar la frase del título, poniéndole al final nuestra intención. No sé en qué momento decidimos que era mejor decir quiero que seas así, quiero que seas como yo necesito que seas. Me da igual qué pongan al final, porque sea lo que sea la pervierte, incluso si le ponen algo tan bonito como “feliz”. Porque, ¿saben qué pasa? Que en el camino se cambia el quiero que seas por necesito que seas. Y así se complica.
Hay que asumir el riesgo de que lo que el otro quiere ser no tenga que ver con lo que nosotros queremos que sea, y estará bien. Cuando proyectamos nuestras necesidades en el otro lo que estamos buscando es que no nos cuestione, no sé si me explico. Necesitamos que la vida, las personas, los trabajos se adapten a lo que nosotros esperamos de ellas porque si no, nos obligaría a cuestionar nuestros planteamientos, y, ay, queridas y queridos, eso ya no nos gusta. Es más cómodo vivir equivocado que vivir planteando soluciones.
Buscamos un grupo que nos valide y nos permita enfrentarnos a lo que no nos gusta, y entre iguales nadie te cuestiona. De esta forma empezamos a poner adjetivos cada vez más cerrados que funcionan como trincheras, o adjetivos tan indefinidos que validen nuestro modelo. Decimos “quiero que seas bueno”, pero bueno respecto a qué, ¿a nuestras ideas de bueno? Quiero que seas mía, que es terrible querer poseer a nadie. Habrá que hacer las cosas de forma que alguien quiera compartirlas con nosotros, pero de ahí a obligar a que nos quieran hay un trecho.
Quiero que seas feliz es de lo más terrible también, porque se obliga a alguien a ser feliz con unas condiciones determinadas, y quizás, fíjense, para ser feliz lo que hay que hacer es cambiarlas, o irse dando un portazo. ¿Estamos dispuestos a asumir esto?
El problema es que si alguien nos cuestiona, en cualquier ámbito, damos por hecho que está equivocado y entramos en una espiral de corrección y reproche, pasamos a un quiero que seas corregido, o amaestrado, o metido en vereda, como prefieran, siempre por su bien pero ¿hemos preguntado o hemos decidido?
Somos de preguntar ¿qué quieres ser? o de imponer un quiero que seas esto. Porque vestidos de abanderados de lo correcto hay quien decide pasar a la acción. Y cuando no se cumplen sus expectativas, no queda otra salida que imponerlas y se normalizan cosas como “quiero que seas mía, y si no es así no serás de nadie”, “quiero que seas sumisa, te pongo un burka y te encierro en casa”, o “quiero que seas heterosexual y si no te reviento a patadas”. Y cada vez más grupos convencidos de que lo que quieren para nosotros es lo mejor, y cada vez más banderas que los unifican y que sirven de palos.
Insisto, no sé en qué momento decidimos que la mejor forma de ser felices era la de imponer nuestro criterio en lugar de la de ser ejemplo y herramienta para que cada cual desarrolle el suyo propio.
No sé en qué momento decidimos que era mejor asumir el miedo de que otros nos cuestionen que el riesgo de aceptar su desafío de crecimiento. Pónganlo en el ámbito que quieran, funciona igual. En qué momento decidimos proyectar nuestras fobias en nuestros hijos y no hacerlos autónomos, o en qué momento alguien decide capar la creatividad de sus compañeros de trabajo porque pueden moverle la silla y lo fía a todo a mantener un sistema obsoleto que no le cuestione, o en qué momento impones a tu pareja unas reglas del juego que a ti te vienen bien, y fuera de ellas, si se sale, es que no te quiere.
En qué momento decidimos que nuestro ombligo es el centro gravitacional del universo.
Pues en el mismo momento en que dejamos de cuestionarnos y empezamos a etiquetar personas para convertirlas en gente, y tenerlo todo más ordenado. Cada etiqueta que ponemos lo que esconde es un miedo tremendo a sufrir, Sara dixit. Y ahora hemos decidido que no queremos tener miedo, nos vendamos los ojos y vamos contra lo que haga falta que nos pueda hacer ver nuestra mediocridad.
Y así no se quiere, que va. Se quiere a pesar de lo que pueda pasar, a pesar de que mi plan no se cumpla, a pesar de que me duela, de que me pueda quedar solo, de que querer a alguien implique dejarle ir porque crece más que nosotros, o distinto. Se quiere porque se quiere, se respetan las consecuencias.
Se quiere, y que sea lo que sea. ¿No creen? Como San Agustín, como Hannah Arendt, o como Javi. Qué bien que haya generaciones que sigan defendiendo esta forma de querer. Los buenos ganan.
Sonrío.
Que tengan una buena semana y, ya saben, sean buenos pero sobre todo sean felices.