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CULTURA

Tardes con Tarsicio de Azcona: secretos para aprender a vivir de un centenario a un chaval

El periodista y escritor pamplonés Daniel Ramírez entabló en los últimos años una relación de amistad con el historiador y sacerdote. Estas son las conversaciones que mantuvieron.

Daniel Ramírez durante una visita al padre Tarsicio en su celda del convento de los capuchinos de Pamplona. CEDIDA
Daniel Ramírez durante una visita al padre Tarsicio en su celda del convento de los capuchinos de Pamplona. CEDIDA

Todavía recuerdo la noche en que supe que todos morimos alguna vez. Iba en el coche con mis hermanos. Conducía mi madre. Entrábamos en el garaje a bordo de un viejo Ford Orión. Bajábamos la cuesta hacia la oscuridad subidos en aquella lata con nombre de estrella. Nos adentrábamos en lo que quizá un día sea verdad científica: de pronto, al cerrar los ojos, sólo habrá eso, nada y oscuridad.

El miedo no se me ha pasado. Puede que nunca se me pase. Mi madre nos habló del cielo, pero la eternidad, como canta Silvio Rodríguez, quizá sólo sea “un remedio para continuar”. Desde entonces, procuro no pensar en la muerte. Sólo lo hago cuando se va alguien que quiero. Mientras tanto, entre muerte y muerte, abro los ojos si percibo estar cerca de uno de esos cielos que existen en la tierra.

La última vez que estuve en el cielo fue con el padre Tarsicio de Azcona, que acaba de morir a sus 98 años. Fui a su celda en el convento para hacerle una entrevista. Las paredes estaban inundadas de libros. Era un lugar de piedra, levantado en el siglo XVI. Se escuchaban el río y las campanas.

Premio Príncipe de Viana de la Cultura, el hombre que más sabe de los Reyes Católicos, me dijo en un mail: “Puede venir. Compartiré con usted mi senectud”. Firmamos el trato, aunque le advertí de mi desventaja: “Yo compartiré con usted mi juventud, pero no es justo; usted conoce los secretos de las dos”.

Entrevistar a una persona de casi cien años es un ejercicio bastante egoísta, sobre todo si se hace cuando se rondan los treinta. Porque a los treinta se aprende a vivir; y a los cien se han aprendido –casi– todas las lecciones. Parece que se da voz al entrevistado, pero en el fondo se da vida al entrevistador.

Me seducía la aureola del padre Tarsicio. Era una especie de soldado, fiel a unos principios desde los 16 años. Fraile capuchino. Un milagro en esta sociedad líquida. El último de esa generación que creció descubriendo nidos y merendando lo que caía de los árboles. “¿Sabe usted lo que es jugar a las chapas?”, me preguntó con visible inquietud.

Lo hizo recostado en una silla, envuelto en ese hábito marrón que se prende a la cintura con una cuerda blanca. El padre Tarsicio, a primera vista, me pareció muy serio. Pero conforme avanzaba la conversación, se le iba escapando la risa. Porque Tarsicio, historiador contrastadísimo, se sentía en la obligación del rigor.

Con esa inconsciencia típica de la juventud, le provoqué: “Padre, será usted fraile, pero le ha dedicado a Isabel la Católica mucho más tiempo que a la virgen”. Se lo dije con su librote en mis manos, manual de referencia para los investigadores. A medio camino entre la risa y la sorpresa, me contestó: “¡Se equivoca! ¡A la virgen le he dedicado toda mi vida!”.

Soy un chaval volátil, crecido en la sociedad del usar y tirar, por eso me sedujo tanto el padre Tarsicio. Con sus manos callosas, fibrosas de tanto escribir, acostumbradas a reparar. A remendar. Sí, ese es el verbo. ¡Remendar! Tarsicio y yo nos hicimos amigos. ¡Tan distintos! ¡Tan desempatados! Desde aquel día, inauguramos una relación epistolar. “Dilectísimo amigo” –empezaba–. Luego se despedía: “Siempre contigo, deseándote todo bien”. Ya me trataba de tú. Yo a él nunca le retiré el usted. No por ser cura, sino por ser el padre Tarsicio.

Me mandaba sus correos desde la celda. Yo le respondía a horas intempestivas desde bares, restaurantes, mi casa, el Congreso de los Diputados o donde me pillara. Vayamos al principio, porque tengo mucho que contar, padre. Imagino que puedo interpelarle, ya que usted sí creía en el cielo, y por tanto podría estar leyendo esto.

Por cierto, me encantaría que, cuando me llegue la hora, si atiende usted esta plegaria, me pase lo que a su admirado Baroja. Uno de los amigos puso la mano en su lapida del cementerio civil y dijo: “Pobre don Pío, ¡qué susto se habrá llevado al llegar al cielo!”. 

Jesús Morrás nació en Azcona –un pueblecito minúsculo del Valle de Yerri– en el invierno de 1923. Miembro de una familia “humilde y campesina, pero no mendiga”. Sus padres vivían del campo y de una tienda de ultramarinos que improvisaron en casa.

El patriarca de la familia murió muy joven en un accidente de montaña. Al pequeño Jesús lo mandaron con sus tíos, Francisco y Modesta. Aquella familia debía de querer batir algún récord –muy típico, por cierto, en la época–: ya tenían tres hijos capuchinos, pero deseaban un cuarto. Le tocó a Félix, pero no querían que fuera solo, así que lo enviaron junto a su primo, nuestro Tarsicio, que todavía no era Tarsicio.

Cuando uno entra en la vida religiosa, pierde su nombre civil. A Jesús le tocó “Tarsicio”, el santo mártir de las catacumbas. Y le vino –se reía mucho cuando se lo decía– como anillo al dedo. “¡Padre! Todo el día en las catacumbas rodeado de libros”.

Llegó al seminario con once años. Aunque “nadie daba un duro en la familia por su vocación”, hizo sus votos a los 16, un 15 de agosto de 1940. Le conté que yo, de niño, quería ser tenista. Él, con esa edad, quería ser misionero. Porque los vio allí, en el seminario, de noche, antes de partir, con ese verso épico en la boca: “¡Capuchino! ¡Hombre del pueblo al servicio de todos!”.

Creció. Se convirtió en historiador. Aprendió y enseñó en las mejores universidades, pasando por supuesto por Roma. Publicó sus libros. Obtuvo el éxito de la crítica. Fueron a verle hasta Felipe VI y Letizia para darle la enhorabuena. Eso le hacía muchísima ilusión, pero no más que la colocación de una placa en su pueblo.

El padre Tarsicio vivía enamorado de los valles de su niñez. Como no podía visitarlos tanto como quisiera, lo hacía a menudo a través de sus escritos. Solía recordarme en sus correos, al más puro estilo Delibes: “¡Deja bien alto el uniforme de chico de provincias!”. Y para el periodismo, me repetía lo de Cicerón: “No digas nada falso, no calles nada verdadero”.

Jamás he conocido a alguien tan consciente de los privilegios del Estado del Bienestar. El día que le pusieron la tercera vacuna, me escribió: “Soy un hijo de campesinos, del tercer Estado, me siento muy afortunado por los cuidados que recibo. La sociedad me da un 101% más de lo que yo le doy. Es un milagro de la fraternidad”.

Con el padre Tarsicio hablé de todo. Le transmití mis inquietudes: ¿cómo es posible vivir un siglo con tanta renuncia? Sin hacer el amor, sin enamorarse, sin visitar a los tuyos tanto como desearías, sin viajar cuando uno quiere, sin cumplir todos los objetivos profesionales al alcance… Él hablaba de “vigilar los instintos”, del “dominio de uno mismo”. Y yo decía: eso sí que es un milagro. 

–Padre, ¿cómo está usted? ¿Qué tal su día?

–En un cuarto pequeño, con una cama de tabla y un jergón. Una mesa pequeña y una silla –así empezaba, con esa voz grave y cadenciosa.

Una vez le pregunté por la muerte: “Me entrego y me confío a Dios con mis limitaciones, culpas y defectos. Sé que tendrá misericordia. Espero siempre en él”. A los dubitativos nos queda el consuelo de que, si alguien tan brillante como el padre Tarsicio está seguro, quizá estemos nosotros equivocados.

La última vez que vi al padre Tarsicio, estuve a punto de pedirle que me confesara. No lo hago desde que era pseudobligatorio en el colegio, cuando quizá no habíamos cumplido ni diez años. Al terminar este texto, pienso: “Total para qué”. Cada vez que hablamos fue como si lo hiciera. Seguro que alguien me abre la puerta cuando suba ahí arriba. Pero… ¡Padre! ¡Usted también se confesó conmigo! ¡Vaya con cuidado! ¡A ver si le van a echar ahora que acaba de llegar!


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