GRA583. PAMPLONA (NAVARRA), 07/07/2017. El diestro Román en su faena con la muleta durante la segunda de la feria del Toro de Pamplona esta tarde en la Monumental pamplonica, compartiendo cartel con Juan Bautista y Javier Jiménez, lidiando reses de Cebada Gago. EFE/Jesús Diges.
Dicen que hay personas que nacen de pie o que tienen una flor donde la espalda pierde su nombre. Y resulta que cualquiera de estas dos frases hechas es aplicable a un Cebada Gago que se ha pegado el verano haciendo turismo por la piel de toro.
Hoy he visto a Che Guevara en Tafalla mientras me tomaba en el bar Rafael un descafeinado de sobre en una taza donde podrían nadar Michael Phelps y Mireia Belmonte.
Escribo este relato mientras la campana del reloj de la plaza indica las ocho de la mañana. Mi hora preferida del día. Sin duda. Estoy en Tafalla, vivo en Tafalla, aprendo en Tafalla.
El otro día, mientras daba una vuelta por Pamplona, además de cruzarme con algún conocido, tomarme una tónica sin hielos en el Café Iruña y sellar mi enésima quiniela, me paró una mujer.
El otro día coincidí en el portal con el vecino nuevo. Ya tenía ganas de que hubiera algún alma en el 8ºB, pues, desde que se marcharon los tres estudiantes, mi rellano había perdido vida.
El otro día me dejaron una bici para hacer un recado y, mientras le daba a los pedales, tarareé ‘Y sin embargo’, de Joaquín Sabina, hasta que al pronunciar ‘por ti la vida entera’ me entró un mosquito por la boca.
El viernes pasado llené el depósito de mi coche después de que el chivato me pegara un grito en plena autopista, a la altura de un acueducto que me distrae a diario.
El defensa de Osasuna, Miguel Flaño pelea un balón. EFE/Jesús Diges.
Cuando era pequeño aspiraba a debutar en El Sadar diez minutos antes de que acabase el partido y meter el gol de la victoria ‘a lo Sergio Ramos’ tras un saque de esquina. Tengo tanta imaginación que creo haberlo vivido. ¿O solo lo he soñado?
Mi nombre es Federico García, nací en Lorca (Murcia) y no, no soy poeta (qué más quisiera yo), sino arquitecto, me va razonablemente bien y quizá necesite contratar a algún colega para mi estudio, de momento a media jornada.
Imagen de un hombre manejando su smartphone mientras toma un café ARCHIVO
Tengo un teléfono que es inteligente según la letra grande del fabricante; lo compré hace un par de años en una gran superficie llena de escaleras mecánicas, y hoy aún sigo leyendo la letra pequeña…
Me pidieron que trasladara con mi furgoneta un piano de cola para colocarlo en la plaza de un pueblo turístico, así que presto y bien mandado allá acudí con mi socio, una tortilla de atún y un palmero de vino entre pecho y espalda.
Después de vivir 75 años en una casa de pueblo, de piedras robustas, paredes anchas y benditos silencios, avatares de la vida que no vienen al caso me hicieron dejar mi día a día rural y mudarme a un piso pequeño en una aglomeración de muchedumbre rodeado de asfalto y jaleo.
“Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida”.
Como el resto de los mortales, la inmensa mayoría de los días repito una serie de tareas antes de salir de casa: hacer la cama, ducha, desayuno… Somos rutina y somos costumbres.
Duermo poco y, generalmente, mal. De vez en cuando sufro alguna que otra pesadilla. Hay una que no logro quitarme de encima y que ha pasado de ser un sueño a convertirse en un pensamiento recurrente.
Me encantaría que me gustase el alpinismo como a Mari Abrego o a cualquier Ochoa de Olza, pero como no me tiraba lo suficiente, quise experimentar en primera persona después de haberme empachado a base de vídeos, charlas y de disponer de material suficiente para subir (y bajar) un ochomil.
Soy camarero en un bar de Manchester, donde la cocinera ya prepara tortillas de patatas y los mejores clientes han aprendido a chapurrear mi apellido después de cuatro birras.
En absoluto resultó romántico. Ella y yo no tropezamos en una esquina ni nos tiramos una taza de café por la camisa como si estuviéramos protagonizando una comedia romántica.
Tengo un vecino que pasa largas temporadas fuera de su casa. Es un tipo que perfectamente podría resultar el ganador de la encuesta anual ‘¿Con quién te irías de cañas?’.
Me empeñé en hacer algunas cosas la mañana del día de mi boda que crisparon a más de cuatro: jugar a pala, almorzar huevos con jamón ya con el ‘uniforme de recién casado’ y lavar el coche que me llevaría, poco más o menos, hasta el altar.
No me preguntes cómo ni por qué, pero me ha venido a la memoria Gonzalo. Gonzalo, por cierto, del que no recuerdo su apellido, aunque jamás olvidaré su pronto y, sin duda, tantos buenos ratos.
El día que el transbordador espacial Challenger reventó en el cielo estadounidense Marcelo tenía 20 años recién cumplidos, un coche nuevo y ganas de exhibirlo por Buenos Aires.
Hay películas que pasan a la historia del Séptimo Arte y existen otras cintas que pasan a la historia de uno mismo. Vamos, que no tienen por qué haberse llevado no sé cuántos premios Óscar para ser recordadas.
No me preguntes cómo ni por qué, pero me ha venido a la memoria Gonzalo. Gonzalo, por cierto, del que no recuerdo su apellido, aunque jamás olvidaré su pronto y, sin duda, tantos buenos ratos.
El 14 de julio coincidí en la última corrida de San Fermín con un tío que se comió un salchichón de dos palmos como quien engulle una barrita energética a la salida del gimnasio.
La semana pasada me preguntó una pareja si le podía hacer una foto. Me llamó la atención su aspecto, por decirlo de alguna forma, un sucedáneo de los mediáticos Alaska y Mario Vaquerizo.
“A que voy yo y lo encuentro” es una frase que se escucha de pequeño a más no poder y que se pronuncia cuando alguien ya es adulto y titular de un libro de familia.
Me han contado varias personas el mismo asunto. Yo pensaba que era imposible, que no podía ser cierto. Parafraseando al libro de los libros, necesitaba un “mete tu dedo aquí y ve mis manos; y da acá tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”.
El otro día, al salir de trabajar, me adelantó un coche del año de la polca: un Supermirafiori blanco, por cierto, con unas llantas espantosas; lo conducía un pipiolo que con suerte habría soplado dieciocho velas.
Compré una estantería en Ikea para organizar mis libros preferidos, pero como fui incapaz de montarla, llamé al manitas de mi vecino para que me echara un capote con las baldas y la tornillería.