A las diez de la mañana ya han salido las primeras. A mediodía, cuesta encontrar una entera en la barra. Y si se espera a la tarde, probablemente solo queden migas. En un pequeño local de Pamplona,la tortilla de patata se ha convertido en un reclamo diario que congrega a universitarios, oficinistas, vecinos y trabajadores del barrio.
Treinta, cuarenta tortillas al día. Se hacen, se cortan y se venden. Rápido. Sin pausa. “Las sacamos continuamente y se agotan”, cuenta el encargado, con una sonrisa de satisfacción y un ritmo que no afloja. Está sin parar con clientes entrando continuamente al bar.
La receta no tiene secretos, o al menos eso parece. Jugosa, en su punto justo de cocción, con un sabor clásico que recuerda a las de siempre. “La gente viene porque sabe lo que se va a encontrar. Una tortilla bien hecha, sin artificios”, afirma Jesús Parada.
Este venezolano de 31 años le ha devuelto la vida al negocio junto a su hermana Astrid de 25 años y su cuñado Miguel Rosales de 25 años. Los tres llevan años en hostelería, aunque solo unos meses al frente de este bar. El cambio de manos ha sido reciente, pero el resultado ya se nota.
Desde que se hicieron con el local, han querido mantener lo que funcionaba. “No hemos tocado la receta, seguimos con la misma base, pero le hemos puesto cariño y energía. Hemos mejorado otras cosas, ampliado la carta”, explica el cocinero, que cada día repite el proceso que les ha hecho recuperar la clientela de antes… y atraer a muchos nuevos. “No damos menú del día, no damos para más con los que estamos. Nuestro fuerte es la tortilla. Y va como un tiro”.
Tienen clara su estrategia: especializarse. No hay platos del día ni menú cerrado. En cambio, sí hay raciones por encargo —de tres o cuatro tortillas—, opciones para llevar y un espacio reformado en la parte superior donde los clientes pueden sentarse a comer su pincho con una caña. “Queríamos que el sitio tuviera ese punto acogedor, para que la gente no solo venga a comer, sino también a quedarse”, comenta el camarero.
Apenas unos años atrás, la historia era diferente. El negocio había perdido fuelle. Sus anteriores gestores —una pareja de origen asiático sin experiencia en hostelería— no consiguieron conectar con los clientes ni conservar la esencia del lugar.
Interior del bar Otero en la calle la Rioja 2 de Pamplona. Navarra.com
Antes que ellos, durante casi tres décadas, fueron Kepa Lizarbe de Miguel y su esposa Carmen Cuadrado Nogales quienes mantuvieron en pie el bar desde que lo compraron en 1990. Bajo su mando, incluso ganaron en 2017 el concurso de tortilla de patata tradicional organizado por la Asociación de Hostelería y Turismo de Navarra. El premio certificó lo que el barrio ya sabía.
Ahora, todo ha vuelto a encajar. “Estamos muy a gusto. Llevamos cinco años viviendo en Pamplona, y sentimos que este sitio es para nosotros”, reconoce el responsable del negocio, que poco a poco ha consolidado su clientela. A diario acuden jóvenes, grupos de amigos y vecinos de toda la vida. El boca a boca ha funcionado. “Viene mucho estudiante, nos conocen ya. Y lo mejor es que repiten”.
Las reseñas en internet no se quedan cortas: “La tortilla es de otro mundo: jugosa, con el punto perfecto de cocción y un sabor que te transporta a la cocina de tu abuela”, ha escrito un cliente. Otro ha destacado que “la atmósfera es acogedora, vibrante y llena de gente joven. Se nota que los nuevos dueños han asumido el legado con respeto”.
Este rincón de éxito tiene nombre propio. Es el bar Otero, una cafetería situada en la calle La Rioja 2, muy cerca de la avenida Pío XII, en Pamplona. Un lugar discreto, sin grandes carteles ni promociones, pero donde la tortilla habla por sí sola.
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