• jueves, 18 de abril de 2024
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PAMPLONA

En las entrañas del fuerte Alfonso XII, la fortaleza más 'desconocida' que custodia Pamplona

A pesar de que lleva en pie más de un siglo, el fuerte de Alfonso XII se trata de un lugar al que pocos pueden acceder, al menos, de forma legal.

Fuerte Alfonso XII, en la cima del monte Ezkaba. PABLO LASAOSA
Un militar recorre uno de los pasillos del fuerte Alfonso XII, en la cima del monte San Cristóbal. PABLO LASAOSA

Hay marcas que ni el paso del tiempo pueden borrar por mucho que lo intente.

La historia, y también el dolor, rezuman por cada uno de los muros que sostienen esta colosal obra de ingeniería ubicada a 895 metros de altura, en el monte San Cristóbal, y con Pamplona a sus pies.

Un lugar al que todos miran, pero pocos pueden acceder —al menos de forma autorizada— y es que el interior del Fuerte Alfonso XII sigue siendo, más de un siglo después, un perfecto desconocido entre los habitantes de la ciudad que custodia.

Ya en 1276, el Archivo General de Navarra documenta la existencia de un castillo en su cima. Sin embargo, no fue hasta 1920 cuando se terminó de levantar el fuerte después de que Pamplona, cansada de sufrir sitios y ataques durante las Guerras Carlistas, solicitara al Rey una fortaleza que complementase a la Ciudadela.

Con 600.000 metros cuadrados de superficie, de los que apenas un tercio son útiles, el Fuerte Alfonso XII —propiedad del Ministerio de Defensa— vigila la capital navarra tras 40 años de construcción dirigidas por el comandante de ingenieros José de Luna y Orfila.

Así, en 1877 arrancaron los primeros trabajos para conectar, a través de una carretera, la base con la cima del monte y poder iniciar las obras de edificación, socavando la roca hasta conseguir los 5 niveles con los que cuenta hoy por hoy.

Para ello, miles de trabajadores de las inmediaciones acudían de seis de la mañana a ocho de la tarde al tajo para ganar 4 pesetas cada día, contribuyendo de esta manera al desarrollo económico de la zona durante décadas.

A pesar de que se barajaron otras dos designaciones, fuerte de Ezcaba y fuerte de San Cristóbal —por una ermita que existía en el siglo XVI—, finalmente el Rey Alfonso XII impuso su nombre al haber ordenado su construcción.

Esta fortaleza se ideó con un objetivo defensivo, capaz de albergar hasta 1.500 soldados, pero nunca llegó a usarse para estos fines, ya que la introducción de la aviación militar durante la Guerra Mundial dejó a estas instalaciones obsoletas incluso antes de su inauguración.

Sin un fin defensivo, esta colosal obra, de más de 16 millones de pesetas, ha funcionado más como centro penitenciario, aunque también compartió espacio con un sanatorio para enfermos de tuberculosis en 1941 al creerse que la altura ayudaba a mantener a raya esta enfermedad.

EN LAS ENTRAÑAS DEL FUERTE ALFONSO XII

Es una mañana soleada y la calima desdibuja Pamplona desde las alturas.

Afuera hace unos 25 grados, pero los militares del acuartelamiento de Aizoáin, que nos guían en esta incursión, aparecen abrigados. “Dentro de las galerías hace fresco y la temperatura es constante”, nos dicen. La experiencia siempre es un grado.

Recorremos los primeros metros que separan la cima del monte San Cristóbal del acceso principal de esta fortaleza. Silencio absoluto.

Un gran candado protege la entrada a curiosos e inconscientes debido al estado ruinoso en el que se encuentran muchas de estas dependencias. Al lado, el primer símbolo de nostalgia, y duele.

Un clavel blanco atado con cuerda a los barrotes recuerda a aquellos que perecieron entre rejas o tratando de huir de unas condiciones infrahumanas dentro de estos muros reconvertidos en prisión.

Accedemos a la primera barrera defensiva, casi sin edificar, y tras pasar el primero de los largos túneles llegamos hasta el patio, el único lugar de asueto para algunos de los reclusos.

Ahora, la naturaleza reclama su espacio en este heptágono irregular y la hierba crece entre los dos edificios que antiguamente cumplían funciones de pabellones y que acogieron a los denominados “presos de confianza”.

Tener luz natural, alguna letrina en los pasillos y acceso al patio fueron sus mayores privilegios dentro del horror en el que se convirtió esta prisión que sobrepasaba, con creces, sus límites de ocupación máxima.

“Jorge tuvo la culpa. Dia 9 noviembre 1942”. De hecho, las paredes de las celdas son aún narradoras de una época oscura y sobrecogen tanto como la multitud de grafitis y pintadas añadidas por vándalos que,  sin permiso, destrozan este Bien de Interés Cultural desde 2001.

A continuación, visitamos otra de las estancias de este primer nivel: la lavandería. Los militares que nos acompañan recuerdan que no había agua corriente en el interior del fuerte.

Un manantial, ubicado en el pueblo de Berriozar, cubría las necesidades de esta fortificación a través de un complejo sistema de máquinas de vapor que subía el agua hasta la cima y la depositaba en unos aljibes con capacidad para 3,25 millones de metros cúbicos.

Ahora están vacíos, como el resto del fuerte, y tan sólo pueden recorrerse por unos pasillos superiores ayudados por linternas y focos portátiles, casi a oscuras.

Regresamos de nuevo al patio y discurrimos hasta la zona más occidental del monte para acceder a la primera de las edificaciones que se construyeron, el fuerte viejo. Se trata de un cuerpo de casamatas con capacidad para albergar dieciséis piezas de artillería que nunca se instalaron.

El plan era bueno.

Los cañones, sujetos con argollas al techo evitaban que el retroceso dañara la estancia y, a los pies de la sala, una especie de chimenea que podía conducir el humo generado por los disparos a otro punto del fuerte para despistar a ese enemigo que tampoco llegó.

Con el estallido de la Guerra Civil española, ese punto ‘defensivo’ reconvirtió sus funciones y, donde se imaginaron disparos de cañones, comenzaron a escucharse las toses de aquellos enfermos de tuberculosis que eran ingresados en estas estancias.

Se colocó suelo nuevo para mejorar el desplazamiento de las camillas, pasando del adoquín —aún visible en algunos puntos— a la baldosa.

Tras visitar esta estancia, los militares que nos acompañan nos llevan ahora a la zona más privilegiada de este fuerte.

Aquí no vivían hacinados y las comodidades, incluida una cocina, estaban circunscritas a dos verjas que convertían a esta pequeña área en un paraíso carcelario limitado al director de la prisión y su familia.

El área noble lo llamaban…

La luz y Dios se cobijaban aquí de la oscuridad que sumía al resto de la prisión gracias a una pequeña iglesia en la que aún puede verse parte del blasón del rey y un escudo de España, destrozado por el paso del tiempo y aquellos que buscan borrar las huellas de la historia.

Dentro de la iglesia, de la que apenas queda la estructura, un balcón privado permitía el acceso desde la casa al director de la prisión y a su familia para separarse de algunos presos de confianza que acudían también a misa bajo estricta supervisión militar en la parte baja del templo.

Traspasamos la verja ubicada en la parte superior de la zona noble para acceder al último nivel del fuerte Alfonso XII, la parte más defensiva.

Allí se diseñó un pasillo para colocar morteros que salvaban la muralla y atacar a ese enemigo siempre invisible. Se trata de una zona más amplia que permitía transportar las municiones con carros de ganado, pero jamás se usó con ese fin.

La parte más alta de esta obra deja pequeña a Pamplona y nos confiesan que es una de las mejores vistas de la Cuenca de Pamplona. No es para menos.

Y de lo más alto pasamos rápidamente a los fondos de este fuerte a través de un túnel con gran pendiente.

La luz, conforme avanzamos a lo largo de los 200 metros, se hace escasa hasta desaparecer por completo. Nada por delante y nada por detrás. Claustrofobia.

Nos topamos con unos plásticos con tierra a los laterales, abandonados como el resto de la instalación.

Preguntamos y nos dicen que en 1994 este corredor acogió un cultivo de champiñones por parte de una empresa navarra que solicitó permiso dadas las buenas condiciones de humedad, temperatura constante y, por supuesto, oscuridad.

 “Desde entonces le llamamos la champiñonera”, nos dicen entre risas.

Recorremos esos 200 metros casi a oscuras hasta comenzar a ver la luz. O no.

Al final del túnel se encuentra la llamada 'División 1', la zona más dura de esta cárcel y el lugar en el que se gestó la fuga que se hizo efectiva el 22 de mayo de 1938.

En estos bajos fondos, a menudo encharcados por la cercanía de los aljibes y sin luz natural, hacinaban a los presos considerados más peligrosos, aunque su única ‘amenaza’ era tener un mayor nivel cultural que el resto y, en muchos casos, una ideología diferente.

El esperanto fue ese aliado común y el idioma en el que planearon la escapada unas 30 personas. Aprovecharon la noche, el momento de la cena, para ‘asaltar’ a los guardias que traían las escasas provisiones que se repartían en este penal y que salían de estas cocinas.

Se vistieron con sus ropas, tomaron las armas y comenzaron a desfilar con el resto de los presos por el interior de la prisión. Como si de un recuento más se tratara.

En unos 30 minutos el fuerte fue tomado y 795 de los detenidos abandonaron la instalación sin un plan claro de huida una vez fuera del recinto.

Cansados, mal vestidos y desnutridos. Todo hacía pensar que la fuga, una de las mayores de la historia, no iba a salir bien para muchos de ellos. Así fue.

De todos los fugados, unos 585 fueron detenidos o regresaron al fuerte desorientados, casi 200 murieron o fueron asesinados y solo tres consiguieron alcanzar la frontera francesa a través de un camino, hoy señalizado (GR-225), que recuerda su huida desde las faldas del monte San Cristobal.

Por último, y de nuevo en la base del fuerte, los militares nos conducen hasta la única sala en la que los presos podían tener un poco de contacto con el exterior, la zona de visitas.

Conocedoras de las duras condiciones en las que se encontraban, un grupo de mujeres de las inmediaciones se organizó, sin conocerles de nada, para acercar algo de comida —patatas y nabos, en su mayoría— a los reclusos. También algunas familias podían viajar hasta Pamplona para ver a sus allegados entre rejas.

La pequeña estancia, separada por una doble verja en la que se introducía un guardia para custodiar esas incipientes relaciones, era el único punto de conexión entre el fuerte y el exterior. Entre la prisión y la libertad

MILITARES, POLICÍAS, BOMBEROS Y PELÍCULAS

De aquellos años quedan las ruinas de la memoria, dolorosa a veces.

Ahora, los usos de este bastión que custodia Pamplona son bastante diferentes y, en su mayoría, se concentran en jornadas de instrucción para diferentes cuerpos.

Por ejemplo, los militares realizan simulacros de 'misiones' nocturnas y los Bomberos o el Grupo de Intervención Especial de la Policía Foral recorren las dependencias más oscuras como parte de sus entrenamientos más extremos y con escasa visibilidad.

No solo eso. También se realizan visitas a entidades sociales que lo solicitan, así como a colegios.

Precisamente, el pasado año se ofreció la posibilidad de abrirlo a la población general a través de visitas guiadas cada primer viernes del mes, pero la irrupción de la pandemia de Covid-19 suprimió esta actividad.

"Esperamos retomarla próximamente", nos confiesan.

Pero estos muros oscuros han sido también alguna vez iluminados por los focos del séptimo arte, y el fuerte Alfonso XII ha aparecido en alguna gran producción de cine.

Recientemente, alguna de sus celdas y el patio acogieron varias escenas de la película 'La noche de 12 años', escrita y dirigida por Álvaro Brechner y basada en el libro ‘Memorias del calabozo’ de Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernandez Huidobro.

 

El film, protagonizado por Antonio De la Torre, Chino Darín o Soledad Villamil, narra los 12 años de confinamiento solitario que vivieron tres de las personalidades más reconocidas de Uruguay, entre ellas el expresidente José "Pepe" Mújica, a los que la dictadura militar quiso volver locos, encerrándoles en diminutas celdas sin luz, comida ni compañía.

No muy diferente de lo que realmente se vivió entre estos muros que ahora callan.


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