- domingo, 07 de septiembre de 2025
- Actualizado 11:41
Desde que estuve en Londres una temporada, que me dio por coleccionar toda la publicidad con la que forraban las cabinas rojas de teléfono, no tenía tanto jolgorio encima de mi mesa, tanto tríptico, sobre, papeleta, folletín o como se llame toda esa propaganda. Y a un nos queda las de mayo... la madre del cuto: la cuta.
En realidad es un consuelo. Para los que hemos elegido juntar letras en folios, hoy eléctricos, saber que puedes morirte con 91 años haciéndolo, con un Dry Martini en la mano, lo de ser un juntaletras, como quien hace pulseras hilando tranquilamente abalorios, es un alivio. Un futbolista es ex futbolista tres cuartas partes de su vida, por ejemplo.
Desde que lo viejo se ha echado a perder por el oficialista euskorrancio malhumorado y por los bares cortados todos por el mismo aburrido patrón: bares de franquicia aún sin franquiciar sin más producto que el microondas, ha habido que buscarse la vida más allá de las fronteras tradicionales.
No sé lo que durará esta despedida... nunca sé lo que dura nada en mi vida. Quizás me despida definitivamente hoy o dentro de 20 inviernos aún siga dando la matraca diciendo adiós con la manica. Soy como esa novia coñazo que aunque te dejó hace mucho, sigue apareciéndose en sueños para joderte los amaneceres. Lo asumo.
El domingo corrí la Behobia. Una aventura como esa hay pocas. Y tan cerca de Irroña. En esa carrera de veinte kilómetros aprendes más de la vida, de ti, de los retos, de los objetivos, de los límites y de lo que te rodea más que en cinco años de paseos por la Taconera dando de comer a los patos, donde algo también se aprende sobre el ser humano.
Desayunaba hace unos días como solo se desayuna en verano, de vacaciones, mirando al mar desde la terraza de un ático francés con la mesa llena de mermeladas y bollería de pâtisserie, con la brisa tibia barriéndome las legañas, cuando me volví a topar con su retrato leyendo el periódico, oscureciéndolo todo durante un par de segundos.
Estaba el otro día con un amigo tomando unas cervezas de terraceo urbanita en capital europea, pongamos Madrid, por decir algo, tras un concierto en el Botánico de los gabachos Phoenix, -en junio vimos a Elvis Costello y su garganta rajada. Este año vamos de festivales pequeños- y la conversación se nos fue de las manos, para variar.
Ando con la víscera revuelta estos días por una cosa y por otra y si es por soltarla, la víscera, yo también sé, es muy fácil, mira: los encerraría de por vida y tiraría la llave al Arga. O al río Al Revés, que es el río con el nombre más literario que conozco. En cualquier caso al Sadar nunca, que con mierda no se mancha ese nombre. Jamás.
Es bonito esto de la escritura, a veces lo que escribes se hace real, a su forma. Si el viernes pasado escribí que Jabois me había dado la luz para reseñar el Diario de Eduardo Laporte, el sábado, ese mismo sábado, por Madrid, en la puerta de un bar de madrugada, nos encontramos con el periodista Manuel Jabois.
Cuando me he enterado de que don Fermín Ezcurra se había muerto, he sentido una tristeza acuosa, muy nostálgica, suave pero profunda. He ido al armario, he sacado mi camiseta de Osasuna y escribo este artículo con ella al lado, acariciando el relieve de su escudo al terminar cada frase.
A mí la censura me repugna. Por convicción teórica y por convicción práctica, más que nada porque me la quieren aplicar por aquí unos cuantos comentaristas/comentadores artículo va, artículo viene. Por ello, solo puedo sentir solidaridad con todos a los que les quieren censurar, sean del color que sean.